En unos cuantos comentarios a distintas entradas de este blog se recordaba (con ese cariño típico que supura la nostalgia) aquel emblemático bar llamado Tifus que sentó sus reales (qué querrá decir sentar sus reales) en la muy castiza calle Santiago. Ocupaba un angosto local llegando ya a la iglesia homónima y contaba con buena vecindad: al lado se aloja el estupendo inmueble sede de La Becada, el edificio donde nacieron los luego célebres hermanos D´Elhuyar, a quienes tanto debe el wolframio, y enfrente otra sociedad gastronómica, Barriocepo.
Pero ésa es otra historia. Aquí venimos a hablar de un bar que marcaba el territorio desde su mismo nombre: hay que ser muy audaz para pretender imantar a la clientela con un rótulo que apela a una enfermedad, pero en aquel tiempo (últimos años 80, primeros 90) la osadía era el material con que se construían las rotulaciones de nuestros garitos predilectos. El bar se benefició en su origen de la cierta fama local que habían alcanzado sus propietarios, los hermanos Echagoyen, sobre todo el menor de ellos, apodado Jota. Porque Jota era el entonces célebre solista del legendario combo Obras Públikas, grupo también bañado hoy por la nostalgia, que se ofrecía en aquel tiempo como la contribución riojana a la llamada Movida, otrora Nueva Ola. Hubo un momento en que Obras Públikas pareció a punto de dar el gran salto a las grandes ligas nacionales: quiere decirse que aparecieron en la tele y como sus canciones estaban muy bien, sus letras poseían un afilado encanto, apostaban por los ritmos que marcaban la época (ska, mucho ska) y la imagen de conjunto ofrecía una solidez de la que carecieron otros grupos que les precedieron… Bueno, el caso es que Obras Públikas fue ‘el’ grupo de entonces y en lógica consecuencia su cantante ejerció como una suerte de flautista de Hamelín que atraía hasta las inmediaciones de la iglesia de Santiago a una feligresía propia.
La fauna que eligió el Tifus como epicentro no era la típica clientela: eran ese tipo de parroquianos para quienes el bar servía como prolongación de su casa. No era un bar: era su bar. Su bandera, su emblema, su símbolo. Cuando semejante fenómeno ocurre, el bar se convierte en icono generacional y tiene algo de frontera, porque sus responsables ejercen de aduaneros: son quienes deciden si te aceptan como cliente, previo examen para comprobar que das el tipo requerido. Era importante por lo tanto ingresar con la pinta adecuada y ser adicto a los manjares que allí se despachaban, creo recordar que con el tirolés como bebedizo estrella. También puntuaba ser inmune al olorcillo que emanaba de los misteriosos cigarrillos que una gran parte del personal fumaba junto a la puerta, apoyándose contra la pared hasta crear un muro de humo que alguna noche alcanzó dimensiones bastante interesantes.
Como se deduce, el Tifus era un bar divertido. Muy divertido. Garantizaba ese tipo de diversión que exige encontrarse en plena forma para disfrutar de sus encantos, una predisposición juvenil que (lo siento) uno fue incapaz de ofrecer con regularidad. Su auge me pilló ya un poco caduco, pasado de forma. En esos casos, es mejor hacerse a un lado y dejar que los bares sean conquistados por una parroquia más propicia, verla disfrutar como cuando disfrutaba tú aquel lejano día en que tropezaste con el bar de tu vida.
Si traigo ahora aquí al difunto Tifus es porque compruebo con alegría que, luego de algún vaivén pasajero, el bar renace. Con otro nombre pero (me parece) con semejante espíritu. Un aire festivo inunda el viejo recinto denominado hoy La Jala, cuyos fans forman una combativa legión que lo ha convertido en su favorito y no aceptan otras alternativas (salvado sea el Iturza, con el que tantas cosas comparte), de modo que gracias a ese boca-oreja tan militante y tan típico de Logroño se erige ahora en lo que el Tifus fue: un bar icónico. Canónico. Con una particularidad que se agradece: precios comedidos. Un modelo de bar triunfante según me parece, cuyo ejemplo pueden muy bien imitar desde el sector, para que la oferta se diversifique. No todo van a ser garitos de diseño, con tapas de apellidos larguísimos y crianzas cobrados como reservas. Así que larga vida a La Jala: el Tifus estaría orgulloso.
P.D. El Tifus nunca fue un bar empotrado en su propio circuito de tragos según es moda en Logroño. Al Tifus había que ir, porque la calle apenas ocultaba otros encantos en forma de bares que la legendaria bodeguilla Montiel, local situado a mano derecha según se entraba por la calle Mayor. Montiel fue una de las últimas de esta tipología en arrojar la toalla, un modelo de bar ya en retirada que se ha glosado antes en este blog, que tuvo algo de lugar de encuentro entre generaciones: la Mayor empezaba a cotizarse entre las nuevas hordas juveniles y aquella bodeguilla ejerció como cabeza de puente para llegar al Tifus, con los abuelos haciéndose los amos de las sillas y los porrones pero aceptando compartir su pincho estrella, las raciones de hígado empanado que nunca me tuvieron entre sus adictos.