Retomo en esta entrada la ruta por la vida como cliente de nuestros bares logroñeses del gran Eduardo Gómez, sobre quien ya entregué dos capítulos: en el primero, relataba sus andanzas como pipiolo; en el segundo, sus peripecias hosteleras ya casado y más entrado en razón. En este tercer episodio me cuenta a qué garitos acudió a medida que ingresaba en eso que llaman la edad adulta, porque me parece que su experiencia puede servir como paradigma de toda una generación de logroñeses.
“Hay un momento en que por la edad o por cambiar de ambiente o de compañías, se modificaban las rutas y se visitaban nuevos establecimientos, que eran los que se ponían de moda”, confiesa. Era el Logroño de los años 60, más o menos, cuando los locales “de visita obligada” se alzaban en Marqués de Vallejo y alrededores. Cita el Bahía, “cuya barra era atendida por los hermanos Dionisio y Lucio y la guapa Mari Carmen, considerada la primera señorita que trabajó en una cafetería logroñesa”, o el Rango, situado enfrente, “con Paco, conocido como el Chiroli como encargado”. Ese es el mismo Paco que poco después se estableció en la calle Ollerías y lanzó allí su original tapa de champiñones, luego tan imitada. “Cerca quedaba el Pachuca”, agrega Eduardo, “un local reducido pero siempre lleno de quien apreciaba su excelente barra, con una cocina de excepción”.
El Pachuca ya se ha mencionado aquí en los balbuceos de este blog. Lo dirigía Ricardo, “un andaluz furibundo seguidor del Betis, que aguantaba con estoicismo ejemplar las indirectas cuando su equipo había perdido”. Unos metros más al sur, en el Espolón se solía frecuentar el Aéreo Club de Muro de la Mata, con militares de Aviación copando su terraza y “abundante presencia de elegantes señoritas”. Era igualmente habitual pasarse por el vecino Danubio, “que se hizo famoso por sus emparedados” y muy emparentado con ambos sitúa al Hijelmo, puesto que compartían una clientela semejante: se ubicaba junto al teatro Bretón y disponía de un salón al fondo “donde las parejas se intercambiaban proyectos de futuro tomándose un mosto”. Elegante manera de contar las cosas, don Eduardo.
Nuestro hombre también acostumbraba a visitar en la calle San Juan el bar Noche y Día, defendido por Faustino Martínez, “un gran profesional con una personalidad singular”. Y más bares: el Comercio, “con sus sesiones de bailarinas, tarde y noche”, Los Leones, “donde se iba a bailar” y el Ibiza, “compitiendo con La Granja como punto de encuentro para los forasteros”. Con el tiempo, Eduardo incluyó en sus correrías el Borgia y Las Cañas, “compartiendo aficionados al futbol y a los toros” y mantuvo el rito de tomar el aperitivo en el Victoria de la calle Carnicerías, “ donde atendía el recordado Ojitos” o en el Nemesio de la misma calle, así como en el peculiar El Primero de la Segunda, ubicado en Herrerías.
Continuará
P.D. En opinión de Eduardo Gómez, la modernidad en materia de bares llegó a Logroño con la apertura del Milán de Vara de Rey y “su moderno diseño obra de Mená, un gran decorador local”, y con la inauguración del local Siglo XX creado por el ausejano José Mangado, “que, a pesar de la entonces considerada desplazada situación, constituía una visita obligada”. “Fue muy llamativa la aparición de la marisquería Iru en Víctor Pradera, de vida muy efímera, al contrario de la longeba Sala Ducal, muy concurrida, como lo era en verano el Bolo Pin Club, en ambos casos con excelentes orquestas”.
Lo dicho: continuará.