Puesto que en una entrada anterior me pidió Felipe Royo, fiel corresponsal de este blog, que algún día contara mis recuerdos del Negresco, aprovecho para recuperar este artículo dedicado al desaparecido bar de Martínez Zaporta que publiqué en el 2007 en Diario LA RIOJA, dentro una serie de retratos logroñeses titulada ‘Desde Portales’. Se lo dedico al propio Felipe y, de paso, a Luis Santos. Con la esperanza de que me perdone por lo que cuento al final.
Tengo un vago recuerdo de la pizarra que instalaba el Carabanchel para informar al peatón logroñés de los resultados de la jornada de liga. No he olvidado sin embargo a su hermana pequeña, la exhibida durante años en el Negresco. A su calor, cada domingo se congregaba en el castizo bar de Martínez Zaporta una cofradía de futboleros, ahítos de información. Qué lejos quedaba entonces Internet; ni siquiera había llegado el tiempo de la radio portátil formato minimal. Sí te podías tropezar con algún enfermo del Madrid o del Athletic (los forofos riojanos del Barcelona cabíamos entonces en un taxi) transportando el tremendo transistor por la calle, bien pegado a la oreja, con ocasión de algún partido de la máxima rivalidad, como se decía por entonces: aún no se había popularizado el concepto de derbi, mucho menos el de clásico, otro invento de Valdano.
Aquel era un carrusel deportivo de tiza. Un camarero del bar, o a veces el mismísimo Luis Santos, dejaba de despachar mejillones picantes y se abría paso entre los parroquianos para acercarse hasta la pizarra. Digo pizarra en singular, pero la verdad es que había más de una, casi tocaba a pizarra por categoría. Pizarra de primera división, para anunciar los éxitos
de los equipos grandes y corroborar la información recién divulgada por Vicente Marco. Pizarra de segunda, donde solíamos ver al Logroñés, cuando sólo había uno y el auténtico todavía no había sido secuestrado por la cuadrilla que hoy lo dirige. Pizarra de tercera y pizarra de regional, sin olvidar el día en que el Berceo juvenil militó en las ligas nacionales y fue preciso habilitarle un hueco.
En el Negresco, el equipo verde jugaba en casa, pero sus resultados había que buscarlos por el mismo método con que se rastreaban todos los demás: mirando por entre las cabezas de los futboleros de aquella época, haciéndose sitio a codazos, aguardando con una emoción incomparable el momento en que alguien surgía bayeta en ristre, borraba el marcador de tal o
cual partido ya anticuado y pintaba con tiza el nuevo resultado. Alguna vez, terminado ese lentísimo rito, se escuchó a alguien gritar ¡gol!, un gol coreado con minutos de retraso pero con el mismo entusiasmo que hubiera desplegado su autor de encontrarse en San Mamés, Mestalla o Los Cármenes. También hubo ocasiones en que el camarero que acababa de apuntar un cambio en el simultáneo de tiza, no bien había regresado a la barra cuando ya estaba de vuelta, subido a un taburete para corregir el resultado que acababa de hacerse viejo de repente.
Como nosotros. Se nos ha caído encima la liga de las estrellas de ésta y otras galaxias, sin tiempo de decir adiós a las pizarras y a las hojas volantes llamadas ‘Balonazos’. Sin tiempo de despedir a Luis Santos y su colección de tizas y sin haberle pedido nunca perdón por aquella vez en que me preguntó si quería algo de picar y sólo supe contestarle con una pregunta:
– «¿Tiene usted orejas?».
P.D. El 20 de marzo del 2005, mi compañera Estibaliz Espinosa entrevistó a Luis Santos para Diario LA RIOJA, de donde procede la foto de esta entrada, obra de Justo Rodríguez. Os dejo aquí este párrafo a modo de saludo o de resumen: “Tan asumido tiene Luis su apodo -‘El Orejas‘- que él mismo se lo aplica. «El que no me llama así, es porque no me conoce. Incluso a los desconocidos les digo que es mi tercer apellido», bromea. Y vuelve a la pizarra del ‘Negresco’, donde también apuntaba en primicia los números del sorteo de Navidad o los resultados del Tour. «En el bar estábamos todo el día de chufla» -dice-, y con esta intención gastó en una ocasión una broma a un grupo de requetés que regresaban de Montejurra y que pudo costarle cara. «Entraron ocho o diez y parecía que se comían el mundo. Yo, sin pensarlo, lancé el trapo que tenía para limpiar la barra y le di a uno en la gorra colorada, que salió lanzada. ¿Cómo se puso! Afortunadamente, la cosa no llegó a más».