Un anuncio reciente me invita a volver sobre mis pasos y recordar una entrada antigua, cuando confesaba mi predilección sobre quién era mi camarero favorito: Tío Pío. No era de verdad, sino de ficción: un actor, un figurante de enorme talla que se adueñaba a ratos de una de mis pelis más queridas, Gilda. El anuncio citado me informa de que comienzan las pruebas para elegir al mejor camarero de La Rioja; hay otro certamen similar en danza que emplea una palabra que juzgo desafortunada (barista) para lo mismo: para designar a ese hombre o esa mujer que nos guía desde el otro lado de la barra con diligencia, eficacia y cariño.
Digo cariño porque los clientes, pienso yo, exigimos una mano de afecto cuando ingresamos en cualquier bar. Idéntica ambición nos conduce cuando penetramos en un comercio: ser atendidos por alguien que interactúe con nosotros. Un poco de empatía. De lo contrario, bastaría un robot o una máquina expendedora. Eso sí: buscamos algo de afecto, pero sin pasarse. Que no somos de la familia. En particular, aborrezco ese tipo de camareros confianzudos, que parece que anoche cenaron con uno y yo sin enterarme. El tuteo es hoy una plaga tan abrumadora que desisto de plantear batalla porque sale el abuelo Cebolleta que (ay) empiezo a llevar dentro. Ahora te llama de tú cualquier chiguito, tratamiento que antes se reservaba sólo para los conocidos. Pero eso es lo de menos: lo fatal para un cliente conspicuo es comprobar cómo ha decaído el ejercicio de este oficio tan necesario para algunos de nosotros. Sobreviven, cierto, unos cuantos profesionales que honran su trabajo y el legado de sus antecesores: pienso en Tere y Ana, que lo ennoblecen mientras defienden la barra del Donosti, tan suculenta. Juanito, su anterior responsable, puede estar orgulloso de ellas.
No son los únicos ejemplos que mencionaré. Ahí van unos cuantos: echo de menos (segundo ay) a Javi gritando las bondades de La Simpatía, al anciano Maisi, que subía la empinada cuesta del Tívoli para atender su terraza con ese aire de escepticismo propio del camarero que ya lo ha visto todo y que me resulta tan caro. Pienso en otros camareros cuyos fantasmas aquí hemos convocado alguna vez: Santos y Dámaso de La Granja, Sebas del bar homónimo, los hermanos García también del homónimo bar de la calle San Juan, Manolo de El Soldado (y resto de la parentela), Alfonso Soldevilla, a quien resulta difícil ver ya a ese lado de la barra… Añada el improbable lector a quienes vea dignos de su confianza y comprobará conmigo que la suerte de muchos bares, creo que de casi todos, se decide no en su oferta de bebidas y comestibles, que también. Tampoco en su decoración o limpieza de los aseos, que también. Tampoco en su emplazamiento, aunque también. No: el éxito o el fracaso de un bar están históricamente unidos a la simpatía y profesionalidad de sus dueños y camareros.
De modo que me resultaría imposible participar de jurado en un certamen que eligiera al mejor de Logroño. Supongo que se valorará su pericia administrando líquidos, la rapidez con que gestiona el cafelito, la limpieza pilotando la barra o vaya usted a saber qué. Pero un juicio más detallado exigirá tiempo, tanto tiempo que resultaría inviable. Tiempo para saber si posee la destreza mental del citado Santos, quien te ofrecía el cruasán aunque no lo hubieras pedido (sabía que lo querías), la maestría del mencionado Javi contando chistes malos, la gracia de las mentadas chicas del Donosti echando con una mano a los pesados mientras con la otra sirven a la vez cincuenta vinos y otras tantas raciones. Tiempo para discernir si los candidatos se parecen al actor apodado para el cine Tío Pío, aquel sentencioso Séneca con chaquetilla blanca. Tanto tiempo que es preferible tirar por la calle del medio: mi camarero favorito sería el resultado de sumar las virtudes de los arriba citados. Y de nombre, insisto: a ese camarero imposible le llamaría Tío Pío.
P. D. Ilustra estas líneas la imagen de la tercera y última entrega del relato con los premiados en el concurso ideado aquí para celebrar el primer año del blog. Envía la foto Elena López Tamayo, quien brindó con vino de Rioja y un pincho por gentileza del Tastavín de la calle San Juan, a cuyos responsables incluyo en mi particular panteón de buenos camareros logroñeses: servicio ágil y cortés, sentido del humor, sin afectaciones, con generosidad. Para ellos, mi felicitación y mi gratitud por participar en el concurso, que alcanza también a Elena.