Las pistas que este blog ha ido dejando desde que inició su andadura, hace ya un par de años, permiten construir una teoría según la cual la aportación de los bares a nuestra educación sentimental discurre en paralelo a otra condición que les concede un estatus simbólico de elevado poder: su contribución a hacer ciudad, que diría un urbanista. Pocas veces podremos observar con tanta claridad como ahora su aportación al caso concreto de Logroño: por una de esas felices y raras casualidades, coincide la celebración del centenario del edificio que alberga al entrañable café Moderno con la reapertura del antiguo Las Cañas, convertido ahora en Wine Fandango. Que no se me enfaden los dueños, pero yo le seguiré llamando al viejo estilo: Las Cañas.
Pocos bares logroñeses me llegan más directamente al corazón como éste, por razones que no viene a cuento explicar. Cierro los ojos y parece que vuelvo a ver su antigua decoración en bambú, la larguísima barra, los Remón al frente. Su reciente reinauguración es otra belleza. Sólo le hace falta que el tiempo añada brillo al local, lo llene de recuerdos y por lo tanto se integre en nuestro itinerario emocional, aunque yo prefiero destacar de su flamante reapertura otro aspecto, lo que mencionaba arriba: que los bares forjan como pocos negocios la imagen de una ciudad. Y la imagen de una ciudad, como se sabe, depende en gran medida de los ciudadanos. Al menos, la ciudad que yo quiero.
Aunque últimamente hayamos delegado graciosamente esa tarea en nuestros representantes públicos, lo cierto es que gran parte de lo bueno y de lo malo que hagamos con Logroño compete a los logroñeses. Una certeza que se cumple con solo mirar hacia el Moderno centenario: no hablaré aquí del magno edificio (los interesados pueden consultar el imprescindible volumen ‘Formación de la ciudad contemporánea. Logroño entre 1850 y 1936’, obra de Inmaculada Cerrillo Rubio), sino de los propietarios del café alojado en su planta baja. El Moderno, faro y guía del corazón de Logroño, dota de personalidad a toda la plaza Martínez Zaporta, ejerce como referencia local (“¿Quedamos en el Moderno?” era antaño una frase mil veces repetida) y queda imantado en nuestro cacumen a partir de múltiples entradas: sus bocadillos de calamares, su terraza perenne y esas fotos antiguas que decoran sus paredes y a veces aparecen donde menos se espera. De todas ellas, mi favorita es un fotograma: esa escena de Calle Mayor donde se ve al grupito capitaneado por Manolo Alexandre abandonar el bar, irrumpiendo en la noche logroñesa. Una imagen llena de magia y de misterio.
Imaginar Logroño sin el Moderno es imposible. Tan imposible como doloroso ha sido contemplar durante demasiados años la esquina del tercer palacete de Vara de Rey vacía, como si a la ciudad le hubieran amputado uno de sus órganos. En realidad, toda esa fachada de palacetes sirve como símbolo de los desastres perpetrados durante años: resulta curioso, y ejemplar, que sólo haya sobrevivido y continúe en uso el destinado para la función pública. Los otros dos, los gestionados por manos privadas, perecieron. En el caso del que hace esquina con Duquesa de la Victoria, su resurrección como sede de una Consejería… En fin, evito opinar que me caliento. El resultado parece bastante mejorable y ahí me quedo. En el segundo, al menos sus actuales propietarios preservaron el edificio del Gran Hotel tan añorado y ahora han invertido esfuerzo, energía y dinero en recuperar el viejo café Las Cañas, luego de aquella desdichada reforma que… También prefiero no recordarlo.
Tanto el Moderno como Las Cañas han protagonizado sus respectivas entradas en este blog, así que insisto: si vuelvo a mencionarlos no es tanto por lo que son como por lo que significan. Dos tótems para el Logroño hostelero, sin duda, pero también dos símbolos de la ciudad. Dos locales que en cierto sentido nos representan porque en ellos se reconocen varias generaciones de logroñeses y porque sirven para ilustrar mi teoría de que cuando los ciudadanos se empeñan, la ciudad mejora. O al menos se vuelve más habitable. La dedicación de la saga de los Moracia al Moderno ha permitido que su café sobreviera en buen estado hasta nuestros días; otro tanto puede decirse de los Arambarri: nos han devuelto uno de nuestros bares bandera. Así que la ciudad les debe agradecimiento. Yo, desde luego, les doy las gracias a unos y a otros. Y les deseo larga vida al Moderno y a Las Cañas. O como se llame ahora.
P.D. Esta condición de los bares como iconos de la región me ha servido este verano de materia para la reflexión. Por encargo de la revista Belezos, he entregado a la imprenta un artículo sobre la contribución de los bares a la socialización de La Rioja, desde su núcleo urbano esencial hasta los confines del medio rural. De modo que los improbables lectores interesados en ver el fruto de mis cavilaciones, ya lo saben: el último número recién editado contiene un artículo que encarna, más o menos, la continuidad de Logroño en sus bares por otros medios. A su disposición en las librerías de esta tierra.