El logroñés trasterrado que vuelve a casa por vacaciones observa distintos ritos de reinmersión en su tierra natal, que suelen manifestarse en directa proporción a la personalidad de quien se trate: habrá quien refresque su abono para ingresar como de crío en las piscinas de Cantabria, habrá también quien tome asiento en las veladas veraniegas del Espolón para asistir a los conciertos de la Banda Municipal y habrá quien si regresa al hogar familiar por Navidad aproveche para discutir si era mejor Iberpop que Actual, uno de esos temas de conversación tan apasionantes y tan caros para Logroño. Lo que es seguro es que unos y otros acabarán dando una vuelta por la calle Laurel, leales a sus bares favoritos. Y también casi seguro que uno de ellos será El Perchas, con sus orejitas y sus banderines del Atlético de Madrid. Bueno, pues hay malas noticias para ellos y para los indígenas: si el dios de la hostelería no lo remedia, esta será la última Navidad con El Perchas, sus orejitas y sus banderines de Atlético de Madrid.
Disgusto, decepción, dolor incluso: así son las reacciones que uno contempla a su alrededor, cuando comenta con amigos y conocidos la noticia de la próxima defunción de uno de los bares más peculiares del Logroño bizarro. Disgusto, decepción y dolor así en los que viven trasterrados, en efecto, como entre quienes son habituales a la ronda diaria o semanal por la calle Laurel. Apenas hace unas semanas comentábamos por este blog la difícil supervivencia que acecha a los bares cariñosamente llamados viejunos, entre los cuales El Perchas ocupa lugar de honor. Bueno, pues la supervivencia es más que difícil: para algunos es imposible, pero ahuyente el improbable lector cualquier asomo de lágrimas. Aunque la noticia nos hiele el corazón a sus devotos, en realidad llega la hora de celebrar este adiós que se avecina: cuando concluya diciembre, un matrimonio de esforzados trabajadores logroñeses se acogerá a la bendita jubilación. Y ambos podrán comprobar si como cuentan jubilación viene de júbilo.
En su caso, yo creo que sí. Seguro que quienes nos han alegrado las incursiones en la calle Laurel desde que éramos unos mocosos se han ganado el derecho a procurarse unos años más tranquilos. Sin que les incordie el borracho de guardia, sin los sofocos que exige atender una barra tan solicitada, sin la esclavitud que significa un negocio donde se produce el contrasentido de que unos trabajan para que otros disfruten. El Perchas es todo eso, cierto, pero también mucho más: uno de los escasos testigos del tiempo en que todos (repito: todos) los bares de Logroño eran más o menos así.
¿Y cómo eran? Fieles a sí mismos. No había música atronando por los bafles, las referencias de vino de Rioja eran las justas y las necesarias y el mismo decorado heredero del tiempo de su fundación seguía recibiendo a la parroquia, que entraba en el bar habiendo alcanzado uno de los propósitos que se forja uno cuando practica semejante tradición: el cliente sabía a lo que iba. Sabía a lo que iba a El Perchas. No había sorpresas, alabado sea Logroño.
Porque el cliente venía a eso, al monopincho. A por la orejita. ¿Despacha otras tapas el Perchas que no sean sus orejitas? Yo diría que no, pero la verdad es que lo ignoro. El simpático cerdito que saluda a la entrada eclipsa cualquier oferta que no sea la habitual: engullir una de las orejas que sus hermanos habían perdido para que fuera rebozada en la minúscula cocina donde tan felices nos han hecho. Sé que habrá entre nosotros y entre quienes nos visitan desafectos a la causa de la orejita; ellos se lo pierden, porque se trata de un bocado singular por lo exquisito: porque en esa escasa superficie delicadamente rebozada cabe un sugerente mundo gastronómico, cuyas completas virtudes no citaré. Me limitaré a reivindicar la que me pareció siempre más atractiva: su textura. Esa textura pringosa, esa primera capa un punto viscosa que a menudo resulta tan complicado despegar de los dedos, esa cualidad gelatinosa que se combina sabiamente con el crujiente secreto que aguarda adentro, el suculento cartílago cuyo chasquido sabe a gloria.
Sí, El Perchas quedó asociado oreja mediante en nuestra memoria igual que el Soriano con sus champis o el Moderno con sus bocadillos de calamares. Quienes nos sucedan en esta práctica de corretear por los bares encontrarán si no han encontrado ya sus propias referencias, que les inundarán de nostalgia dentro de unas décadas. Pero sería una pena que las siguientes generaciones se pierdan los tesoros que alegraron las tardes de quienes les precedieron, para quienes casi la orejita era lo de menos. Lo importante era ingresar en El Perchas como quien entra en el túnel del tiempo. Un viaje en torno al casticismo al que Logroño no debería renunciar. Porque la calle Laurel quedará mutilada, perderá encanto, será otra sin El Perchas. Sin sus orejitas y sin sus banderines del Atlético de Madrid.
P.D. Cuentan mis confidentes de confianza (valga la redundancia) que hay una esperanza a la vuelta de Navidad: que fructifiquen las negociaciones emprendidas por los actuales titulares de El Perchas con algún interesado en perpetuar el negocio. Ojalá. Ojalá sea cierto, aunque uno se lo creerá sólo cuando lo vea: cuando vea que le sigue saludando el cerdito de la entrada. A cambio, aceptaría incluso que el nuevo dueño cambiara la decoración para desearle larga vida a El Perchas, a sus orejitas y sus banderines del Atlético de Madrid.