Recientes incursiones en el planeta televisivo me han removido el cacumen hasta retrotraerme al tiempo en que dediqué una entrada a los bares que vemos por la pequeña pantalla. Una nomenclatura que ya no tiene sentido: hay pantallas más pequeñas por todos los lados, incluido el hogar familiar, y la televisión es cualquier cosa menos pequeña cuando nos regala el talento que caracteriza a los grandes gurús de HBO y similares leyendas. Dicho lo cual, lo que ahora sigue es una reflexión sobre qué tipo de imagen proyecta el amigo americano en función de la serie que toque esta temporada.
The Wire, una ronda de café griego
Pocos bares, pero elegidos. Baltimore, otrora patricio enclave de la costa este, sirve como degradado escenario para unas atípicas aventuras de polis y casos, con la delgada línea de lo legal y lo moral tintineando como telón de fondo. De modo que esta serie oscila entre los garitos bien regados de alcohol destilado donde los buenos y los malos (sean quienes sean, que nunca queda claro) acaban su jornada laboral y un par de locales convertidos casi en un personaje más durante la segunda temporada: por un lado, el bar donde los estibadores del puerto tienen puestas todas sus complacencias, atendido por una dama que desde luego no estudió en Oxford (modales mejorables) y donde el pequeño Sobotka solía exhibir sus atributos (en sentido estricto). Un tugurio temible, aunque intimida más mi favorito: el destartalado bar donde, también en esa misma segunda temporada, el secundario llamado El Griego tenía instalada su oficina. Feo local, repleto de mugre, camarero con aspecto de expresidiario y un eterno café humeando junto al ventanal desde donde nuestro hombre ve corromperse el mundo. Si visita usted Baltimore, ya me contará si el garito merece la pena. Y recuerdos para Omar y para McNulty.
Homeland, el hombre que bebía Rolling Rock
Las andanzas de los hombres y mujeres de la CIA por Washington y alrededores dejan escaso margen para la vida social, de modo que cuando los protagonistas del thriller más largo de la historia toman asiento en algún taburete y se relajan ante una copa… en realidad no se relajan: siguen trabajando. Así que los bares que aparecen en pantalla suelen ser espacios laborales: algunas confidencias imprescindibles para que progrese la trama suelen ocurrir en la barra de un hotel, uno de esas barras impersonales de hoteles impersonales que tanto abundan por el gigante yanqui. Con alguna excepción memorable: la familia Brody entregándose al mullido confort del mundo hamburguesa en un garito de Gettysburg, donde son interrumpidos por un coro de electores que quiere conocer al nuevo héroe americano (cuando el engaño aún persiste) y el propio protagonista concediéndose el capricho de una cerveza cuando comunica a su excompañero de armas y amante de su mujer que le deja con ella barra libre, nunca mejor dicho. Una charla que tiene lugar en el típico garito para la soldadesca, con su mesa de billar y resto de detalles característicos. Todo muy previsible, salvo un detalle: la cerveza elegida por Mr. Brody. Rolling Rock. Hermoso nombre para una marca muy poco conocida en España (al menos para quien esto firma), tal vez un mensaje en clave para los fans de Homeland, tal vez una pista falsa. Una de tantas pistas falsas.
True detective, el hombre que bebía Lone Star
De la cerveza episódica en Homeland a la cerveza protagonista en True Detective. Cerveza multiusos: el contenido se vierte metódicamente en el gaznate del amigo Matthew McConaughey (Rustin ‘Rust’ Cohle en la cinta) y el continente sirve estupendamente para que el personaje progrese en sus clases de pretecnología, como se advierte en la imagen. Una lata tras otra de Lone Star, un trabajo manual tras otro, el libreto avanza para pasmo del espectador, a quien se llevará de paseo por ese descenso a los infiernos que desvela lo de casi siempre: que el averno habita entre nosotros. Por ejemplo, en un bar de carretera poblado por moteros narcotraficantes, uno de los tremendos locales por donde el caballero Rust y su colega Martin Hurt (a quien encarna también formidablemente Woody Harrelson) van cabalgando sus noches, amamantadas de alcohol. Lo cual es muy pertinente con la idea central que anima estas líneas: conocimos al joven Woody al frente de la barra de otro bar de ficción, el televisivo Cheers, y en un bar acaba varado en True Detective el señor McConaughey. Un estrafalario garito, perdido en mitad de la nada: metáfora muy apropiada para atrapar la esencia de la serie, un largo viaje por la cara B del sueño americano. Que sabe a cerveza Lone Star.
Breaking bad, menudo pollo
Porque el sueño americano, en efecto, suele adoptar a menudo la forma de pesadilla. Un finísimo trecho separa el canónico ‘way of life’ (casa con jardín delantero, familias de espléndidas dentaduras, piscina en la parte de atrás) de los atroces secretos que ocultan esos mismos unifamiliares de irreprochable césped, cuya piscina admite muy bien otros usos. El señor Walter White lo prueba: en apenas un parpadeo se ve embullido en una catástrofe de dimensiones bíblicas que por culpa del efecto dominó va llamando a más y más catástrofes. Una comedia en el sentido noble del término que se visualiza en ese universo tan caro a la América de la llamada basura blanca: subempleos, falta de líquido disponible a final de mes y, sí, muchos sueños rotos. Una hecatombe que desemboca en bares nada memorables, con una excepción: el nuclear y proteico Pollos Hermanos, un sitio (otro más) que tampoco es lo que parece, en cuyos fogones se cocina una de esas subtramas tan caras a los guionistas de la serie, quienes encuentran en estos afluentes del río madre una imaginativa manera de que progrese la acción. La receta del éxito: muslos de pollos con metanfetamina.
House of cards, las mejores costillas de Washington
Del mejor pollo de Alburquerque a las mejores costillas de Washington.Y si Walter White casi siempre da pena y a ratos un poco de risa, con Frank Underwood sucede más o menos lo contrario: que da bastante miedito pero a veces también un poco de pena. El retrato de un dirigente sin escrúpulos que borda Kevin Spacey puede leerse como el reverso del presidente Barlett de El Ala Oeste que hubiera pasado por la banda de Tony Soprano y se pasea por los mismos bares de la capital del imperio que ya vimos en Homeland. Anodinos locales con camareros demasiado sonrientes, copichuelas con esos palitos que les gustan tanto poner por Yanquilandia y un pianista al fondo tocando piezas que nadie le ha pedido. Todo muy aburrido, lo cual encaja poco con el perfil del protagonista, el hombre que convenció a su mujer para desposarse con esta frase: “Conmigo nunca te aburrirás”. El espectador, tampoco. Thriller político de gran altura, interpretaciones mayúsculas (ah, esa Robin Wright, Lady Macbeth vestida por Armani)y un guión afilado que incluye algún área de descanso: son esos raros momentos en que nuestro hombre visita su garito predilecto y ataca su ración de costillas, las mejores de la ciudad. Un sucio bar que esconde un tesoro: vale como metáfora de la serie. La política como estercolero que a veces también oculta algún diamante.
P.D. Este repaso incluye también series como la fallida The Newsroom, ese artefacto de Alan Sorkin sobre la realidad del periodismo que no acaba de funcionar por exceso de almíbar. Le sobra el excesivo tiempo dedicado a explorar la veta sentimental, los idilios cruzados de los protagonistas, y le falta un buen bar: el único que aparece con cierta frecuencia es el garito adonde acuden los becarios del programa. Un garito sin ningún misterio cuyo mayor atractivo reside en su agresiva política de precios: las copas son muy baratas. Un argumento bastante pobre: para que nos cautive un bar, aunque sea de ficción, se agradecen coartadas más atractivas.