En los años tiernos de nuestra mocedad, los bares logroñeses aparentaban una condición fúnebre que sólo desmentía la gracia de sus dueños o de sus camareros o de sus parroquianos habituales. Si no reunían ninguna de estas circunstancias, penetrar en su interior servía sólo para confirmar ese mismo aire tristón que ofrecía visto desde la entrada. Entre los elementos de que contribuian a garantizar una atmósfera tan sombría en aquellos primeros bares donde uno se destetó como cliente figuraba la ausencia total de música, lo cual entonces amputaba también la posibilidad de cierto confort ambiental: estoy hablando de la era anterior al imperio del decibelio agresivo. Como máximo, un transistor retransmitía las radionovelas de la tarde, lo cual contribuía poderosamente a forjar ese aroma tan parecido al de un ataúd. Bares mustios, sin apenas pinchos en la barra, decorados con escasa ambición y adictos al vino de garrafón. Bares sin posesía, o con un rara poesía. Bares, todos ellos, sin música.
En contraste, voces llegadas de provincias vecinas hablaban de otro tipo de bares. Bares con cierta vocación de estilo, cuya oferta estrictamente hostelera se combinaba con alicientes desconocidos por Logroño: por ejemplo, que ellos si disponían de música. Música juvenil, pensada para capturar a la clientela adolescente. Música que acabó por llegar a nosotros, inundando hasta los bares de la calle Laurel, entre otras conquistas. Tenía cierta lógica, cierta justicia poética: por aquel tiempo acababa de fallecer Carmen Medrano, uno de los tres vértices del grupo que había inmortalizado aquel himno tan logroñés, ‘De lunes a sábado’, canción que incluía la estrofa célebre: “De la calle San Juan, a la calle Laurel”.
Así que la calle Laurel ya tenía su canción y además música en los bares. En realidad, esto de la música era pura cirugía estética, no lo esencial. Quiere decirse que merced a otros atributos más decisivos había entrado la modernidad en nuestros locales predilectos, adoptando en algún caso la forma de los 40 Principales. Hubo quien aprovechó esa puerta abierta por los gorgoritos del grupo de moda para dotarse de su propio plan de negocio con una perspectiva aún más ambiciosa, donde la música no fuera un ingrendiente secundario sino el principal, de modo que empezaron a menudear los bares donde la oferta musical ejercía como el atractivo clave, el imán que atraía a su clientela.
En aquellos bares, no se trataba tanto de tomar un trago sino de tomarlo mientras los bafles atronaban con las canciones del grupo que se llevara entonces o de aquellos temas convertidos en banderas que ayudaban a configurar la conciencia de toda una generación. Así ocurrió, pienso, con el Merlín y otro tanto con el Tifus, local que contaba con el aliciente igualmente musical de que sus dueños algo tenían que ver con aquel combo tan añorado llamado Obras Públikas. Así que sorprenderse ahora como nos sorprendimos entonces cuando ingresábamos en un bar y sonaba la música en su interior tiene un aire bastante camp. Cierto que en demasiadas ocasiones preferiríamos el modelo antiguo: que la música desapareciera (o al menos bajara el volumen a un nivel decente) para que su lugar fuera ocupado por la cháchara propia de quienes van de bares a compartir confidencias. Pero las incomodidades que depara la contaminación acústica no desaniman a los dueños de bares de Laurel y similares, así que la música sigue haciendo tanta compañía como en los bares de copas, donde se pone a prueba cada fin de semana la misteriosa relación entre la ingesta de destilados y los sones que nos avasallan por los altavoces.
Más enigmática y más gloriosa resulta la presencia de banda sonora en locales como el retratado arriba por Miguel Herreros: el Sierra de la Hez, cuyo dueño despacha su muy rica oferta en encurtidos (gloria a la gilda y al pepinillo en vinagreta) con un estupendo catálogo de vinos, amenizando de paso a la clientela con los temas que expulsa el aparato instalado en retaguardia, pródigo en el supersonido de los 70 e incluso más allá, puesto que garantiza ese tipo de felicidad tontorrona propia de encadenar en un mismo bucle antiguos himnos de Siniestro Total con los éxitos de José Vélez, María Ostiz y otros incunables. Me sugirió una voz amiga que le dedicara unas líneas y cumplo de esta manera mi promesa con sumo agrado, pensando en los días en que acompañar nuestros vinos con alguna de nuestras canciones favoritas nos parecía cosa imposible.
Y es también un placer que esta cavilación en torno a los bares de Logroño y la música coincida con otro hallazgo: el tema que el cantante riojano Isaac Miguel dedica a la cale Laurel. Mejor dicho, dedicó hace años: ocurre que mi perfeccionable cultura musical no había reparado en él hasta ahora. Mis disculpas y este video, donde el cantante antes conocido como el solista de Rene confiesa lo que todo logroñés alguna vez habrá pensado: “Hoy voy a la calle Laurel a ponerme contento”. Quien lo quiera escuchar en directo, ahí lo tiene: este sábado, día 18, a las 22.30 horas en el Menhir de Logroño.
P.D. Sobre cómo algunos bares agreden a su clientela con la música que nadie pide y que acaba ejerciendo de molesto taladro en el pabellón auditivo ya escribí en la entrada que aquí adjunto. No es el caso de los bares mencionados arriba: en el caso concreto del Sierra de la Hez ocurre justo al contrario, porque propone en realidad una delicada manera de acompañar viandas y tragos con una banda sonora inmarcesible. Y de paso, garantiza un provechoso repaso a la música de la era yeyé, con la que algunos seguimos estando en deuda.