A petición de una gentil corresponsal, dedico esta entrada a la reivindicación no tanto de un bar o de una ruta de bares como de una tendencia hostelero-sentimental a la que, de verdad, yo he sido bastante ajeno. Ella se refería a ese rito iniciático en las cosas de Cupido que tenía como escenario el entorno de ciertos garitos, improvisados pasos de paloma para la exhibición hormonal y el coqueteo juvenil a la hora del recreo escolar. Según su experiencia, lo de menos era el bocado que sirviera de tentempié a media mañana: lo esencial de aquellas excursiones entre clase y clase era acertar con un punto de encuentro a mitad de camino entre los colegios de chicos y de chicas, división entonces habitual. Un lugar intermedio donde observar la correcta evolución de cada objeto de deseo generacional o comprobar si las nuevas hornadas se desarrollaban según lo previsto. Un sitio para ver y ser visto, donde hacer buena esa frase hecha según la cual todos en Logroño nos vemos en los bares. Como dirían (y cantarían) los Celtas Cortos. Que sin embargo eran de Valladolid. Y bastante pesados, por cierto.
Me cuentan que un enclave estratégico para este intercambio bastante inocente de miradas y chismorreos fue el Porto Novo de Ciriaco Garrido, que unía al atractivo de su oferta gastronómica (la sempiterna tortilla de patata, que ahí sigue, encarnada ahora como Porto Vecchio) lo ajustado de sus precios y, sobre todo, una situación inmejorable para el tráfico de emociones juveniles entre los alumnos de Maristas y las estudiantes de Agustinas. No excluyo que también acudieran las más intrépidas de entre las jovencitas de la Enseñanza, aunque les quedara a desmano, ni que asistieran también (como es obvio) las chicas de Adoratrices, a quienes les caía más bien al lado. Como se puede deducir, demasiado trabajo para el alumnado masculino del colegio San José, del que fui miembro durante una lejana época, cuando perpetrar tales actividades resultaba imposible: más que nada, porque los bolsillos no estaban para grandes fiestas. O llegabas a clase con el almuerzo solucionado desde casa o te lo procurabas a costa de codazos en la mínima barrita que daba a Calvo Sotelo, donde el bocata se despachaba barato, barato. Muy barato. Tanto, que una pequeña marea humana se echaba literalmente encima del religioso encargado del bar y liquidaba las existencias en apenas cinco minutos, una prisa entendible porque había que destinar el tiempo restante del asueto a lo realmente importante: el fútbol.
Las chicas estaban por entonces tan alejadas de nuestro horizonte más cercano como los chicos para ellas; desde luego, nadie imaginaba que pudiera coincidir con el respectivo objeto de deseo en bar alguno, porque esa práctica, la de ir a los bares, estaba vetada para nuestra quinta salvo que fuéramos acompañados de padres o tutores. Como en el cine. Lo máximo que se nos concedía era frecuentarlas en alguna sala de juegos, donde solo ingresaban las más audaces con la excusa de poner música en alguna maquinita. Pienso en el Nico, tan vinculado también a Maristas, o en el vecino Toky. Los bares como nexo de encuentro mixto eran cosa del fin de semana, en la ya citada ruta por Cibeles, Vivero y demás templos del vermú dominical, que según me entero ahora sirvieron también para ese jueguecillo seductor del bocata del recreo aliñado con miraditas. Una vez que colegios e institutos se poblaron de chicas y chicos a la vez, hubo que consignar otros enclaves decisivos en la educación sentimental de los púberes logroñeses. Así, las hordas del Sagasta tomaron al asalto el Chup Chup de avenida de Navarra (con algún desertor que optaba por La Esquina de la calle San Juan); en el D´Elhuyar se decantaron por el Neira; y, en fin, desde el ya extinto COU Valvanera se invadió el Sebas de Laurel, que a la hora del recreo no ofrecía resistencia. Es posible que en aquellas barras, entre bocado y bocado, se fraguara algún noviazgo. Y seguro que para alguna parejita el primer beso tendrá siempre sabor a tortilla de patata.
P.D La tendencia de trasladar los centros escolares al extrarradio puede provocar dos efectos en materia de bares: uno, que el sector hostelero decida plantar sus locales allá donde vea niños y niñas en edad de consumir. Dos, el más probable: que vuelvan el táper, el bocata envuelto en papel de aluminio, el taco de galletas y demás golosinas propias del avituallamiento a la hora del recreo. El nuevo Maristas carece de garitos a su alrededor, de modo que resulta temerario pensar en excursiones a Cascajos o al bar del San Pedro en busca del bocata perdido; otro tanto ocurre en Marianistas, excepto que algún valiente se anime a salvar la rotonda e ingresar en el barrio de La Estrella a la hora del almuerzo; más suerte tienen por Alcaste: al menos el vecino ambigú del Adarraga sirve como escenario para el esparcimiento infantil al salir de clase.