Llegaba de veraneo mi abuela Emilia, dejaba las maletas en casa y nos conminaba: “Vamos a tomar un mantecado”. Esa palabra me encantaba: mantecado. Así denominaba mi abuela a los helados, a todos los helados, en aquel tiempo en que apenas se podía elegir entre dos o tres sabores: el de mantecado, en efecto, limón, chocolate… Poco más. De modo que peregrinábamos raudos hasta La Veneciana y por el camino nos íbamos preguntando qué clase de helados eran aquellos que para alguien como mi abuela, vecina de Barcelona nada menos, representaban el paraíso. ¿En Logroño se despachaban unos helados de los que carecía la llamada Ciudad Condal? La respuesta surgía espontánea mientras los saboreábamos: aunque fueran de Logroño, aquellos eran unos helados fetén. Inigualables.
Con el paso del tiempo, La Veneciana de Marqués de Vallejo se ha instalado en mi corazón por razones que ahora no vienen a cuento, pero es que en realidad siempre estuvo ahí, en la región donde habita la historia sentimental de quien esto escribe. Por sus helados, por supuesto, pero también por ese célebre luminoso de discreta elegancia, el más famoso cono de Logroño que sigue saludando al paseante cuando llega desde El Espolón y tropieza con mi vista ciudadana preferida, La Redonda al fondo. Ese rótulo, la acerca festoneada por los chicles que la clientela lanzaba al suelo para atacar el codiciado cucurucho de insuperable barquillo, el helado regalándose y embadurnándote mientras te lo zampabas… Todo esto pertenece al equipaje emocional de tantos y tantos logroñeses, educados en la religión única de La Veneciana hasta que llegó Isago a Vara de Rey: hasta que la propia casa matriz se desplegó por el resto de la ciudad, hasta este momento actual en que la devoción que algunos sentimos por ese bocado frío que nos sigue sabiendo a verano ya dispone en Logroño de otros destinos.
No serán lo mismo, claro. No serán los helados de nuestra infancia, aunque el día en que me pareció oportuno saludar la llegada del verano con una entrada dedicada al helado pensé antes si una heladería se puede considerar como un bar. Me contesté a mí mismo que sí: que tomarse un helado en La Veneciana o en cualquier otra heladería representa un ejercicio de sincera fe en el modelo hostelero, porque este sector de la alimentación en frío dispensa también otros productos (desde café a chocolate con churros, pasando por el granizado) y porque el helado, que solemos devorar mientras vamos caminando, también admite ser degustado en el interior de cada establecimiento.
Aunque no de todos, cierto: la tendencia actual, frente a lo habitual antaño, pasa por pedir el helado favorito, abonar la consumición y, luego de optar entre cucurucho o tarrina, irse con el bocado a otra parte. La heladería de siempre, por el contrario, garantizaba un ancho espacio en el local para la degustación calmada, lo cual ocurre aún en algún establecimiento de Logroño así como en esas heladerías que sobreviven lejos de nosotros. Porque el fino catador de helados habrá observado que tal cosa sucede en la monumental Giolitti, catedral del helado: ubicada en el corazón de Roma, junto al Panteón, despacha su oferta con ejemplar generosidad y la tarifa a precios por cierto muy ajustados. Otro tanto ocurre en la también muy antigua Nossi Bé, céntrica heladería bilbaína que lleva funcionando junto al puente del Arenal desde 1911, cuando se fundó como tostadero de café. Hoy ofrece cosas tan raras como helados de chipirón o de bacalao al pil pil, según la costumbre que han ido adoptando otros maestros como el calahorrano Sirvent (gloria a su destreza heladera) o el extraordinario maestro logroñés Fernando Sáenz Duarte, a quien debemos bocados tan sutiles como el helado de lías de vino blanco… Se me hace la boca agua. Agua helada…
Son sólo algunas de las referencias que regalo al improbable lector de estas líneas, con la advertencia reproducida arriba: que habrá mejores helados, pero que uno lleva en su corazón los de La Veneciana por fidelidad a su memoria y por lealtad a su ciudad, a la ciudad que recuerda de cuando era un crío, llegaba la abuela Emilia y nos invitaba al mejor mantecado del mundo.
P.D. La familia Bez defiende La Veneciana desde que se implantara en Logroño (inicialmente, en la calle Portales) procedente de San Sebastián. Las historias que relataba el inolvidable abuelo Augusto emocionaban a todo quien le escuchara: eran relatos tan memorables como su arrojo, su audacia empresarial, su capacidad de sacrificio. En San Sebastián, la casa madre de La Veneciana sigue recibiendo a la clientela igual que por Logroño los descendientes de Augusto fueron luego desplegando su negocio por Gran Vía, Juan XXIII, Vara de Rey y, de nuevo, Portales. Es decir, donde todo empezó, hoy a cargo de la tercera generación. Su oferta se ha ido enriqueciendo con el paso del tiempo, de modo que supongo que cada logroñés tendrá su helado favorito. Por si alguien se lo pregunta, y también porque me apetece dejarlo por escrito, el mío fue, ha sido, es y será el de siempre: su inmejorable helado de café.