Cuando este blog inició su andadura, aproveché para proclamar mi devoción incondicional por el desaparecido bar Pachuca, cuya imagen me sirve como emblema (foto cortesía de Justo Rodríguez). El Pachuca era un bar alojado en Marqués de Vallejo como podrá observar cualquier logroñés que descienda hacia Portales y detecte su elegante rótulo saludando entre Ollerías y Hermanos Moroy. Un bar que me tuvo de cliente de muy niño. Tan de niño que mis recuerdos son más bien vagas fantasías, inconcretas. Se trata en consecuencia no tanto de un bar como de un Grial, un ensueño al que agarrarse cuando repasas tu historia sentimental de bebedor de fondo y compruebas que pasan los años. Y que cuando despiertas, el Pachuca sigue ahí.
Señalé entonces al Pachuca como el bar que yo abriría en Logroño si un día los astros se aliaran para permitirme semejante ocurrencia. Ahora añado otra, de parecido destino: irrealizable, me temo. Recientes expediciones nacionales e internacionales me invitan a concluir que hay un tipo de bar que merece su propia resurrección, porque engarza con una línea de garitos que menudean lejos de nosotros, a los que Logroño ha ido renunciando. Otro local al que conceder una nueva vida: Las Escalerillas. Garito castizo y fetén, bizarro como ninguno, pereció hace ya unos cuantos años aunque preservó durante un tiempo la fachada intacta, como ofreciéndose para una improbable reapertura que nunca llegará. Porque si su cierre tuvo algo de tragedia logroñesa, el fatal desenlace que aguardaba a la vuelta de la piqueta tiene toda la pinta de ser una enfermedad. Grave, mortal. La enfermedad que se llevará de nuestro equipaje emocional el Logroño inmemorial a medida que sus vecinos vayamos tolerando desaguisados semejantes.
Porque la piqueta, en efecto, arrasó con el edificio donde se alojaba el peculiar asador de cuyos fogones salieron algunos de los mejores corderos nacidos para ser sacrificados en Logroño. Otro tanto sucedía con un bocado célebre en mi mocedad, que yo adoraba aunque ahora admito que genere más bien… ¿Asco? Tal vez. Me refiero a las cabecillas, jugosas viandas que me tuvieron entre sus más fanáticos degustadores y que han ido retrocediendo en nombre de la cocina políticamente correcta. Cabecillas en Las Escalerillas, local muy adecuadamente bautizado porque se emplazaba precisamente en ese tramo de Carnicerías que ingresa en la plaza del Mercado peldaños mediante y que conoció sus mejores años en los años 70. Mesas corridas, manteles a cuadros y una oferta gastronómica que apostaba por el monocultivo de carne asada, piezas que salían perfectas de punto, excelsa gloria para los paladares. Ensaladas de lechuga, cebolla y aceitunas completaban el festín. Una cocina auténtica, virgen, pura. Una cocina que ya no volverá.
Y sin embargo… Sin embargo, quien esto firma observa que locales de semejante índole sobreviven con muy buena pinta fuera de Logroño y piensa por lo tanto que si el dios de la hostelería logroñesa le concediera un día un segundo deseo, luego de reabrir el Pachuca para servir de nuevo sus pachuquitas, uno elegiría sin duda Las Escalerillas como el local que volvería a poner en marcha. Olvidaría la mejorable presencia que ofrecía en sus últimos días y recuperaría su espíritu, tan cañí. Derramaría otra vez magia desde sus fogones, despachando sólo corderos, cabritos y cabecillas, qué pasa. Mantendría la liturgia de las ensaladas sucintas y encargaría renovados manteles de cuadros. Conservaría desde luego los bancos corridos, ejemplar modo de atacar la ingesta de calorías que en otros pagos cuenta con una fanática feligresía. Procuraría, por supuesto, modernizar la gestión de higiene y limpieza a costa de perder autenticidad (qué le vamos a hacer). Y enseñaría que otros bares son posibles: son los bares de antes. Los bares de siempre, merecedores como sus clientes de una vida mejor.
P.D. Un par de las fotos que acompañan este post recuerda los últimos días de Las Escalerillas y otro par refleja cómo la incuria municipal permitió, como suele ser norma en Logroño, el derribo del edificio en cuyos bajos se albergaba Las Escalerillas. Un desdén sólo equiparable al desinterés también municipal cuando pasado el tiempo se comprueba que ese agujero se mantiene intacto en el corazón de Logroño. Es también equiparable al pasotimos vecinal, que tolera como también es norma entre los logroñeses esa fea fachada desdentada cuya sola visión causa grima y desazón. Así que el sueño de recuperar Las Escalerillas con que retomo este blog luego del descanso agosteño deberá esperar a que antes se haga realidad otro sueño, otra fantasía: que los bárbaros que fomentan tales estropicios deserten de la manía que le han cogido a Logroño. Y que dejen de maltratarnos a los logroñeses.