El amigo César Cantabrana se dirigió al guardián de este blog meses atrás, animado a compartir aquí sus reflexiones a partir de una mención entonces reciente al bar Chevalier, garito ubicado en avenida de Colón allá en el Pleistoceno. Como me encantó lo que escribió, le propuse publicarlo aquí, cosa que aceptó encantado. Así que allá va, con mi agradecimiento. Seguro que quienes lo lean disfrutan tanto como yo. Sobre todo, si conocieron el Chevalier en su época de mayor esplendor.
“Entraron los cuatro amigos riéndose a carcajadas, dándose empujones como los borricos, vamos como cada sábado por la tarde en la que, después de ver la serie Heidi, quedaban a las 5 en punto en la puerta del Chevalier. Nadie entraba hasta que el último amigo llegaba para pasar todos juntos una divertida tarde de sábado. El Chevalier era una cafetería que se inauguró algunos años antes con muchas pretensiones y que, pasado el tiempo, no había sido capaz de cuajar entre la gente mayor y bien de Logroño que seguía prefiriendo los viejos establecimientos instalados en el Espolón como el Ibiza, el Ringo o el Noche y Día, en la calle Sagasta La Granja, el mítico Los Leones en Portales o las nuevas propuestas abiertas en Gran Vía o en Avenida de Portugal como el Alevi o el Llacolén.
Avenida de Colón no había sido una buena elección. Pero lo que los dueños no habían previsto es que iba a ser tomada, literalmente, por bandadas de adolescentes del colegio de enfrente. Aunque mayoritariamente la grey era de los hermanos Maristas, rápidamente se incorporaron al local las cuadrillitas de niñas de colegios próximos y algunos chavales de Escolapios y otras bandas rivales de los temidos Jesuitas. El orgullo de pertenencia a un grupo estudiantil, la rivalidad deportiva, la presencia de jóvenes pollitas y los ardores guerreros propios de adolescentes hormonados hacían del Chevalier, en aquel sábado del 77, un polvorín apunto de estallar. Pero no. Por aquel entonces, los chicos de colegio bien dirimían sus conflictos no en peleas tabernarias si no sobre la arena o el barro de los campos de fútbol donde podían clavarse a placer los tacos en las espinillas o gemelos, darse unos buenos codazos en la cara o un buen rodillazo en la rabadilla. Estaba permitido: estaban jugando al fútbol y por aquel entonces la masa de enfebrecidos padres aún no habían llegado a los campos del anexo de Las Gaunas, a los del Loyola, Balsamaiso, Berceo, Atlético Riojano, La Unión en el barrio de Ballesteros, Villegas o el del Yagüe, cuyo equipo estaba formado por los más temidos camorros de Logroño. Era su guerra y allí, en el rectángulo de juego, cada mañana de domingo ardía el hacha. Luego, una pasada por la enfermería, la ducha y a casa cojeando, pero satisfechos.
Los amigos, que hacía poco habían cumplido los 16, pidieron la cerveza con gaseosa de rigor y se sentaron en su mesa. Porque tenían la mesa del rincón del fondo, al lado de la máquina Juke Box, en propiedad. Era una cuadrilla curiosa y un poco a contracorriente formada por un marista, un jesuita y dos hermanos que vivían desde hacía ya algún tiempo en Pamplona pero que no dejaban de volver a Logroño cada viernes después terminar sus labores escolares en el colegio claretiano. Esa cuadrilla era la más guapa, la más chula, la más lista y la más fuerte. O eso les parecía a ellos. Los cuatro eran amigos desde que abrieron los ojos ya que tres de ellos en tercera generación, ya que sus padres y abuelos también lo eran. En aquel tiempo, en una pequeña ciudad de provincias, no resultaba raro. Y eran amigos a muerte, con todas sus consecuencias. Desde el punto de la mañana hasta las diez de la noche, en que tenían que volver obligatoriamente a sus casas, estaban juntos. Se les veía pasear por Logroño con las sempiternas bolsas de deporte Adidas Munich 72 ya que entre la gimnasia del colegio, el fútbol en el Logroñés Junior con sus entrenamientos, ligas y torneos, la bicicleta, tenis, natación y piraguas en la Hípica no había día al año que las dejaran descansar.
Los sábados por la tarde quedaban muy prontito y se iban a motear por el camino viejo de Lardero hasta el monte La Pila donde apartados de miradas indiscretas encendían unos celtas cortos y sin boquilla. De vuelta a casa, a cambiarse y al Chevalier donde ya estaría el grupito de chavalas con las luego darían unas vueltas por el ‘tontódromo’ oficial de la ciudad, marcándose delante de las pandillas rivales. El ruido del Chevalier era a todas horas ensordecedor, las risas, los gritos, las llamadas de mesa a mesa.. Tan solo alguna vez la ruidos muchachada, como por encantamiento, se callaba para escuchar la música que salía de la juke box. La vieja máquina de discos del Chevalier era uno de los últimos ejemplares que aún quedaban en los bares de Logroño. Aún se podía encontrar a alguno de esos dinosaurios musicales como en el bar Bambi y en el Torrecilla de la Laurel. Máquinas que todavía cumplían su labor y que por un pavo los tipos más duritos podían escuchar el Hurricane de Bob Dylan o el I´m you de Peter Frampton y las chicas más románticas el Linda de Miguel Bosé o El jardín prohibido del empalagoso Sandro Giacobbe.
Eran tiempos de cambio, el anciano general había muerto hacía muy poco pero ya se podían escuchar los ritmos frenéticos del after punk de los Ramones o el propio punk, que los más adelantados traían, o hacían traer de las misteriosas islas británicas, vinilos calentitos de grupos de los más raro, como los Smiths. Tiempos de transición musical en los que convivían Manolo Escobar con su Que viva España y los Sex Pistols con su God save the Queen. Los cuatro amigos apostaban decididamente por la música americana de los Chicago, Boston, Supertramp, Simon&Garfunkel, Pink Floyd y, por supuesto, los Eagles, modernos donde los hubiera. En sus míticos guateques a oscuras en la bodega de la calle Mayor era lo que se escuchaba los domingos de 5 a 8.
El Chevalier servía como base de operaciones donde las amistades y los primeros amores se fraguaban en las atestadas mesas entre montones de cáscaras de pipas, ceniceros llenos de colillas y vasos vacíos de Coca Cola. La tarde salía barata en el Chevalier, unas 20 pelas a escote, 15 más en la obligada salida al Nico a jugar al futbolín y algunas pesetillas extra si comprabas algunos ducados por unidades. Tardes en las que muchas parejitas salieron de la mano pensando que su amor duraría toda la vida y casi todas no llegaron ni al final del curso. En esos tiempos las parejas las juntaban los amigos, es decir, a un chico le gustaba una chica de la cuadrilla de niñas de la mesa de enfrente, se designaba un portavoz que hacía las labores de celestino con una de las amigas de la novia, generalmente la más fea porque hacía con sus amigas las labores de consejera o madre. Ésta pasaba el recado a la interesada que veía en la mesa de enfrente al pollo colorado como un tomate y decidía que sí o que no, entre las risas histéricas y codazos de sus amigas. Si la respuesta era positiva, ya podían empezar a salir agarrados del Chevalier con su recién conseguido status de novios oficiales.
Así pasaba una generación, la mía, la vida en aquellos años adolescentes de finales de los felices años 70 cuando todo era pura emoción, alegría, risa, primeros cigarrillos y la música de vinilo en las inolvidables tardes de sábado que empezaban, obligatoriamente, a las 5 en Chevalier”.
Fin
Junio 2015
A la memoria de Richard y Alvarito, dos de los cuatro magníficos, que subieron al cielo antes de tiempo.
P.D. Reitero mi agradecimiento a César, fiel seguidor de este blog. Y animo a quien quiera seguir su ejemplo a, si lo desea, ponerse en contacto con servidor y enriquecer este blog que no sería nada, literalmente nada, sin la generosa colaboración de sus improbables lectores.