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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Bares del fin del mundo

Barra del bar de Caracena

 

La carretera lleva hacia ningún lugar. En medio de la nada, rodeados por un paisaje inhóspito de profunda y rara belleza, los amenazantes cortados desplegados alrededor como una promesa intimidante, dejamos el coche al pie de la hermosa ermita de San Pedro y pedimos la llave en el bar vecino. Atiende Antonio, el pequeño de los hijos de Santiago y María de los Ángeles, quien avisa a su hermano mayor, licenciado en Historia que prepara su doctorado en la casa familiar. Logroño en sus bares se ha ido de excursión: apenas dos horas de viaje le han llevado lejos. Muy lejos. Un fin del mundo cercano.

El pueblo de Caracena forma parte del rosario de poblaciones diseminadas por Soria, un magno territorio cuyo interior posee ese atractivo hipnótico que caracteriza a las grandes regiones desérticas. Es un paisaje adictivo si te gustan los paisajes extremos: el frío y el viento baten la vega del río, bautizado con el mismo nombre del pueblito, habitado por apenas una decena de almas según informa el propio Sergio mientras los visitantes recorren el breve y bello templo, admirados ante su pórtico, tan parecido al de la ermita de Canales de la Sierra. Luego, Sergio conduce al grupo hasta la otra iglesia de Caracena, a través de una calle por donde hace siglos que se detuvo el tiempo. El viajero que llegara aquí hace doscientos años tropezaría más o menos con la misma imagen. Pulcras viviendas, hermosos edificios (incluida la vieja cárcel, de misterioso encanto) y un silencio infinito. Al final de la calle principal, la cuesta leve nos devuelve al calor del bar familiar, donde sigue aguardando el pequeño Antonio, quien nos informa de que acude al colegio próximo de San Esteban de Gormaz mientras sirve el suculento refrigerio. Tenemos de aperitivo salmuera: palabras mayores.

A quien escribe le emociona la capacidad del ser humano para desafiar los elementos y ponerse en pie cada mañana. El bar de Caracena admite muchos adjetivos (digno es el primero que se me ocurren) pero el que mejor le encaja es el de homérico: hay hazañas prodigiosas que me parecen menos asombrosas que el coraje que debe reunir día tras día una familia entera para abrir la puerta, tener la barra en perfecto estado de revista, poner en marcha los fogones (de donde se anuncian otras glorias benditas: carrilleras escabechadas, orejas en salsa, anchoas con tomate) y esperar.

Porque la vida en Soria y en otros tantos parajes de la España rural creo que consiste en eso: en esperar. En saber esperar. Nuestra visita, un frío sábado otoñal, les parecerá a los habitantes de Caracena casi el mismo milagro que para nosotros encierra tropezar con un bar con tanta clase en nuestro itinerario. Un único cliente despacha un plato de cordero guisado; entre bocado y bocado, nos regala un castellano transparente como el cielo de Caracena, un español de otro tiempo, lleno de elegancia, un punto mordaz. La dueña del bar acaba de aparecer desde la cocina con la ración prometida y recibe los parabienes con una humildad nada fingida, mientras se disculpa porque tiene que atender al panadero que aguarda afuera con su furgoneta. Es un día de trajín en el pueblo: dos coches en apenas una hora. La charla se hace sólida, va madurando. Fruto de la lentitud con que pasan aquí las horas, el tiempo parsimonioso: la sabiduría de quien está habituado a esperar.

Hubo un tiempo en que el concepto de humildad explicaba al conjunto de España. No había nada malo en ello. Se estiraba lo poco que había con sentido del decoro. No se transformaba ni enmascaraba la realidad para hacerla más digerible. Por entonces, la humildad venía acompañada por otro elemento que se ha evaporado: la idea de conformarse. Conformarse con lo que había, con lo que hay. Manteles de hule, una pizarra donde la oferta del bar se pintaba a tiza y las viandas sabían a lo que se prometía. La tertulia con el camarero mantenía un cierto nivel de distancia  y las horas, en efecto, transcurrían despacio. Cuando todos esos ingredientes se reunían; cuando tras la ventana amenazaba el frío, crepitaba la hoguera y el calor de las brasas animaba la conversación, reinaba la magia de las pequeñas cosas.

Hoy, para encontrarse con esos y otros placeres, debemos peregrinar al fin del mundo. Dejar atrás la Siberia soriana, apreciar el encanto sigiloso de pueblos como La Rasa, Fresno de Caracena o Carrascosa de Abajo, donde el tiempo viaja desde luego muy lento. Encontrar como en un cuento infantil una luz encendida, una puerta abierta al final de la calle y tropezar con un heroico bar que dignifica el trabajo del resto de sus hermanos en esa meritoria cofradía de sacar adelante un negocio que vive de los cuatro vecinos que le visitan con frecuencia, las cuadrillas de cazadores, los grupos de domingueros más o menos despistados que nos despedimos con la promesa de volver. La promesa que nos gustaría materializar antes de que todo este mundo que también fue el nuestro desaparezca.

 

Comedor del bar de Caracena

 

P.D. La excursión desde La Rioja hasta Caracena es harto recomendable. El paisaje asombroso, el pueblo alucinante, con sus dos iglesias a cual más coqueta, el bar recoleto… presidido por un póster de Titín. Como si estuviéramos en casa. Sí, el viaje merece la pena. Su castillo, el cercano Burgo de Osma, las otras localidades vecinas depositarias de su propio legado histórico y artístico. Y, sobre todo, la sensación de regreso a una especie de Arcadia donde las cosas saben a lo que sabían antaño. Incluida la deliciosa salmuera.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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