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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Mi amigo el pub

Rótulo del Robinson Pub

 

Debemos al extinto establecimiento bautizado como Robinson el descubrimiento entre los logroñeses de una voz por entonces (años 70) extraña para nuestra mentalidad celtibérica: la palabra pub. Hubo quien la pronunciaba tal cual, pero pronto llegaron gentes mejor informadas, adiestradas en el idioma de la familia Windsor, para avisarnos de que debíamos ajustar nuestros labios y pronunciarla como si fuera una bofetada: paf. Así que el Robinson Pub, el desaparecido local que tiene entre sus méritos haber dado nombre a una manzana entera de Logroño, inauguró una tipología de bares que ya dejaron de ser bares: eran pubes. O pubs. Eran pafs.

De repente, alrededor del mentado Robinson brotaron como champiñones bares que, en efecto, habían perdido tal condición. A menudo sólo abrían de noche, concentraban su clientela durante el fin de semana y hacían de la oferta musical una bandera, emblema de sus negocios, junto con un servicio que en origen aspiraba a cierta cuidada elegancia: servían incluso combinados. Aquellos bares eran pubs. ¿En qué se distinguían de la norma? Difícil precisarlo. Yo creo que se diferenciaban del bar de toda la vida en cierta vocación de estilo. Decorados casi todos a su bola, pero con mayor inteligencia y recursos económicos: como si fueran de Oxford Street. En realidad, se llamaban pubs porque carecíamos de una palabra que nos ayudara en el idioma nacido en San Millán para definirlos cabalmente. Porque desde luego no eran pubs al estilo inglés: es decir, ese garito tan propio para la monoingesta de cerveza, muy rico en maderamen, decorado en estilo british.

Desde luego el Robinson se ajustaba a esa imagen, pero el resto que fueron surgiendo formaban un cajón de sastre donde cabía todo: cabía por supuesto Mi Amigo, emplazado a espaldas del propio Robinson, deudor de la misma estética. Pero los locales que luego fueron surgiendo por ese dédalo de calles casi nuevas para un logroñés de toda la vida (Chile, Vitoria, Fundición) tenían su propia identidad.  El Rocky, por ejemplo, nada tenía que ver con el Celta, ni éste se parecía demasiado al Saxo. Sólo estaban emparentados en su condición de faros nocturnos: de haber nacido hoy les hubiéramos denominado como solemos, como bares de copas. Que es lo que eran.   Más o menos.

El pub reapareció en nuestras vidas mediados los años 90, ya con la personalidad más sólidamente construida: toda esa moda de bares temáticos, consagrados al golf, al viejo mundo ferroviario o al rugby, se sostenía sobre la parafernalia típica de los auténticos pubs ingleses, aunque los nuestros fueran de imitación. Brotaron también como setas: veinte años después, sólo unos cuantos han sobrevivido, como humildes embajadas británicas en suelo logroñés. Los originales también viven su propia decadencia: esta entrada nace precisamente alumbrada por la noticia de que el pub de siempre, el pub que nos apresuramos a conquistar en cada escapada a las islas, ha vivido días mejores. Así lo proclama este artículo publicado en The Guardian, que me invitó a poner en marcha la moviola y recordar la poderosa influencia que el pub ha tenido sobre nuestra vida como parroquianos de nuestros bares favoritos.

Así que yo confieso: del mismo modo en que la nueva hornada de pubs me dejan más bien frío porque no dejo de pensar en ellos como copias de los pubs conspicuos de Londres y alrededores, aquellos primeros pubs que en realidad no lo eran me tuvieron como leal cliente durante unas cuantas noches de sábado. Resultaba imposible entonces irse a dormir sin darse una vuelta por la Zona y apoltronarse en los garitos de guardia, donde uno alcanzaba esa aspiración tantas veces citada: que se estuviera mejor que en casa. Sonaba la música que queríamos, nos acompañaban las gentes más amigas y, sobre todo, metabolizábamos mejor la ingesta de distintos alcoholes, con un sentido de la deportividad que nos ha ido abandonando. El pub nos arrulló en los días de farra, nos inició precariamente en el idioma inglés y nos permitió descubrir que no todos los bares son iguales: que había bares más allá del Turismo, el Tívoli y el Moderno.

De modo que me permito discrepar de la prensa inglesa y desmentir sus profecías: el pub habrá vivido días mejores, pero su defunción me parece lejana mientras perviva en nuestra memoria tan logroñesa y en los hábitos tan británicos, donde es usual que sirva como el bar de la esquina, institución española que por el contrario sí parece en trance de periclitar. Porque aunque algún día desaparezca, siempre nos quedará su recuerdo. Conclusión muy a la inglesa: el pub ha muerto, viva el pub. Larga vida al pub.

P.D. El pub no sería lo mismo sin su contribución a un apartado clave en nuestra experiencia como clientes: la música. De la fusión de ambos elementos nació aquella aberración ochentera conocida como disco-pub. Una desafortunada mezcla que no empaña sin embargo la entronización del pub como refugio para cantantes y grupos en busca de una oportunidad: así nació el pub-rock, institución inglesa donde algunos teóricos detectan el alumbramiento del punk. Puesto que los dueños de los locales descubrieron que crecía la ingesta de cerveza si se acompañaba de aquellos añorados alaridos, en el entorno del londinense Regent Park surgió a mediados de los años 70 un circuito de pubs donde los músicos tocaban a cambio de pintas. Un movimiento alternativo y contracultural que sirvió para que se foguearan eminencias como Elvis Costello o Joe Strummer. Otra razón estupenda para proclamar la vigencia de los garitos donde un día se mezclaron con inteligencia y pasión la espuma de la Guiness y los himnos de los Clash.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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