Érase una vez un hombre a una barra pegado. Érase una bodeguilla superlativa. Érase que se era El Soldado de Tudelilla, palabras mayores. Érase un bar castizo como pocos, miembro de la ilustre cofradía de locales logroñeses que honran al dios de los bares desde el ejercicio cabal de un oficio milenario. En el caso que nos ocupa, casi centenario: porque El Soldado de Tudelilla nació en su sede original en 1947, así que ya ronda el siglo. Algunos logroñeses aún recordarán aquel primitivo bar, ubicado como ahora en la calle San Agustín aunque en su tramo inicial: más o menos, donde luego se ubicaría el restaurante La Unión, junto a la desaparecida licorería de Ursicino Espinosa.
Aquella sede fundacional duró poco. Tres o cuatro años después, El Soldado emigró a la calle Laurel, donde alcanzó justa fama: era una bodeguilla como las de antes, como tantas repartidas por Logroño. Bancos corridos, mesas de mármol: allí se acodaba la parroquia, formada por un tipo de cliente ya en trance de desaparición, que se traía la fiambrera de casa y sólo requería que le despacharan vino.
Todo esto lo cuenta Manolo García Nájera, penúltimo eslabón de la cadena de El Soldado, mientras sirve unos cosecheros, despacha unas raciones de chicharrillos y prepara unos bocadillos de sardina con guindillas, especialidad de la casa entre tantas otras. «Es lo que más nos piden», confirma. No falta tampoco en su oferta los célebres tomates, esa ensalada cuyo secreto es… que no hay secretos. Aunque el periodista se malicia que Manolo se guarda alguno, el toque maestro. «No, qué va. Nada más que calidad: buenos tomates y buen aceite», garantiza. «Y mucho amor».
De amor anda bien nutrida la historia de este mítico camarero del Logroño de toda la vida. Amor desde luego a su ciudad, que conoce con la pasión del historiador; y amor al oficio, que aprendió muy pronto: con catorce añitos ya ejercía de recadero en el negocio familiar, el añorado Mere de la travesía de San Juan, que defendían sus padres, Manolo y Consuelo. Militaba la pareja en una conocida saga de hosteleros logroñeses, puesto que el abuelo Moisés había alcanzado celebridad al frente de La Chatilla de la calle El Peso, aunque cuando Manolo entra realmente en acción en el mundo de los bares es por la vertiente conyugal: sus suegros, Jacinta y Tomás, habían fundado en 1947 recién llegados de Tudelilla (donde a Tomás apodaban soldado: héte aquí dónde nace el nombre del bar) un almacén de vino en Murrieta y allí conoció nuestro hombre los pormenores de esta profesión que promete desempeñar durante largo tiempo: «Hasta que me corte la coleta».
Del almacén de vinos, su familia política pasó a defender la bodeguilla mentada en sus dos sedes y luego cedió el testigo a otros familiares, Julia y Andrés, a quienes los logroñeses que alguna cana peinen sin duda no olvidan. Ellos hicieron el tránsito desde Laurel a San Agustín hace 30 años y a ellos les relevó Manolo y resto de la prole. Era por supuesto otro bar, porque aquel era otro Logroño y otras las costumbres. La zona fetén de chiquiteo se beneficiaba de las cuadrillas formadas por operarios de los vecinos centros de trabajo (del cuartel a Tabacalera, pasando por Telefónica y Correos), de modo que eran habituales tanto la ronda matinal como la vespertina. Igual que era usual aquellas cuadrillas formadas por docenas de miembros, cuando los bares no cerraban al mediodía, tampoco había fiesta los domingos y el oficio de camarero algo tenía que ver con la condición de esclavo.
Manolo no añora esos años. Asegura que las cuadrillas actuales, más jóvenes, «son también muy educadas», aunque su rito chiquitero se limita al fin de semana. Con una peculiaridad: al cliente actual hay que preguntarle qué vino quiere «mientras que al de antes no había ni que decirle nada». Un tipo de parroquiano tan adicto al vino del año («El mejor para chiquitear», proclama Manolo) como al lema que firma el jefe de El Soldado: «Que nos dejen como estamos».
P.D. Cuando al amigo Manolo se le pregunta qué otros bares de Logroño frecuenta con más gusto, confiesa que se decanta por lo clásico. Ahí va su lista de los tres locales predilectos par demostrarlo: “El García de la calle San Juan, el Charro del Pibe de San Agustín y La Guarida, el antiguo Alejandro de la calle del Carmen”. Casticismo en estado puro. “Yo soy así, qué quieres: a mí déjame de reconstrucciones y deconstrucciones”.