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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Bravo por las bravas

Las bravas del Jubera

 

La sección de entradas dedicadas que alguna vez alberga este blog abre hoy sus puertas a la sugerencia veraniega de una lectora, quien me comentó que durante una ronda de vinos había hilado tertulia con su cuadrilla en torno a una cuestión trascendental. ¿La política de pactos? No. ¿La sesión de investidura, que por entonces amagaba? Tampoco. ¿Trump, Clinton, Lopetegui? No, no y no. Su charla derivó hacia un asunto todavía más decisivo para nuestras vidas: en dónde se despachan las mejores patatas bravas de Logroño.

Por esos días había surgido en una web nacional una especie de mapa español de esa cazuela tan cañí, cuya ingesta asegura que los tragos que la acompañen se adocenarán en tan mullida almohadilla. Procuran un bocado rápido y jugoso, a menudo barato. ¿Barato? Me desmiento. En un bar logroñés cuyo nombre he olvidado (aunque no olvido pasar de largo) tuve que ardillar allá en el pleistoceno quinientas de las antiguas pesetas, cosa de la que me enteré cuando me hice cargo de la factura: como la ración era tan escuálida cometí el error de pedir dos de esas cazuelitas. Como diría Victoria Abril, dos cazuelas a quinientas pesetas cada una, mil napos del ala. Más la bebida tarifada, un rejón que todavía me duele.

Lo cual me parece ciertamente un abuso. Habrá que preparar desde luego las bravas con mimo y por supuesto que llevarán su tiempo, al igual que deberá afrontarse el pago por la materia prima, pero se trata de productos humildes, donde precisamente radica el atractivo de este bocado. De una sencilla patata, sumada al encanto de la mahonesa y la salsa de tomate, dos manjares también al alcance de cualquier bolsillo, nace una tapa de gran raigambre en las barras españolas, también en las logroñesas. Y tarifadas sensatamente, procuran un goce automático y duradero.

Que son los atributos que adornan mis dos favoritas, un particular sobre el que ya había escrito ya una entrada allá en abril del 2013. Como soy poco original, compruebo que en esto coincido con los resultados de esa apresurada encuesta que citaba arriba: las patatas bravas predilectas de los encuestados son también las mías. La primera, en orden cronológico, es la cazuela que ofrecen desde tiempo inmemorial en el Jubera de la calle Laurel, que frecuento (ay) menos de lo que debiera. Aunque siendo sincero me cuesta llamarle a ese bar por su nombre actual: para mí siempre será La Mejillonera. Porque así fue cómo lo conocí cuando me convertí en asiduo de sus castizos metros cuadrados, cuando supongo que la tapa fetiche era el mejillón, cosa de la que no estoy tan seguro: yo siempre me recuerdo a mí mismo atacando el platillo de bravas. Así que lo mismo aquel nombre fundacional era sólo para despistar.

 

Las bravas del Tondeluna

 

La segunda ración de bravas a que convida esta casa la sirven en el fetén Tondeluna, asomado al Espolón, donde el gran Francis Paniego rinde homenaje al ideológo de esta tapa revisitada según la versión de su colega Sergi Arola. Nuestro cocinero más reconocido las despacha de acuerdo con este renovado estilo: crujientes por fuera, blanditas por dentro aunque no completamente desparramadas. Adoptan la forma de canutillo como se observa en la imagen, de modo que la salsa aguarda en su interior: engullidas de un solo golpe, suenan aplausos en el paladar.

Una ovación parecida arrancan también las bravas de La Mejillonera (perdón: del Jubera), donde se cocinan a partir del mismo canon: crujientes por fuera, tiernas en su interior. El bar, como puede observar cualquier incondicional de la Laurel, merece las bendiciones de la clientela, que asegura llenos cada fin de semana. Y garantiza la compañía inmediata de un trago: el picante es lo que tiene. Que ayuda a superar el sofoco que procura una patata cuando es brava. Pero brava de verdad. Donde reside por cierto otro de los debates que acompaña su ingesta: el grado de picante que admitimos los clientes. Si mi experiencia sirve de algo, a medida que pasa el tiempo las bravas me gustan cada vez más picantes.

Una atinada metáfora de la vida y del paso de los años.

P. D. Las distintas escuelas de pensamiento en torno a la elaboración de bravas proponen dos vías hacia la perfección: una salsa clásica, mezcla de mahonesa y tomate, y la propia de cierto rincón meridional de España llamado Cataluña al cierre de esta edición, donde aliñan la cazuela con su conocida devoción hacia el ali oli. Manjar que me tiene entre sus fieles, aunque no precisamente me parece lo más atinado para las bravas: en esta cuestión, soy un clásico. El ajo me parece que nada añade a las bravas y tiende a desvirtuar su esencia, así que dicho queda: espero haber despejado las dudas de la lectora que me trasladó su inquietud mientras España contenía el aliento porque estaba en juego la formación de Gobierno… y saber qué bravas preferimos. Será más fácil alcanzar un consenso sobre esta última cuestión.

 

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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