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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Barras americanas

Bar de Nueva York

 

Suena Meat Loaf por los altavoces del bar, donde abreva un grupo de cuarentones como suelen por aquí: en silencio. Mirando su reflejo en la cristalera que festonea la barra. Llega una pareja de mujeres, rozando la treintena y la obesidad mórbida. No sin dificultades, consiguen auparse hasta el taburete: como es norma, una larga serie de ellos siluetea la estilizada barra, sin apenas espacio entre unos y otros. Por la tele sin voz hay un partido de la liga nacional de béisbol juvenil. O algo así. Rhode Island contra Iowa. Aparece chispeante la camarera, que regala sonrisas que parecen sinceras en dirección a la propina que aguarda al final de la comanda, cuando concluye la ingesta del bocadillo que llaman cheespeak (algo así como filete con queso, especialidad de Filadelfia: recomendable), se apagan los sones de Paradise by the dashboard light, el cuarteto de caballeros se disuelve en silencio (corbata desabrochada, camisa empapada de sudor, coderas de las americanas desgastadas por el uso) y el dúo de gorditas sigue sin parar de cotorrear.

El corazón de Estados Unidos aguarda ahí afuera, frente a las puertas del bar bautizado como El búho rojo, nombre de pub inglés que sin embargo encaja bastante bien en la cuna del gigante norteamericano: estamos en Filadelfia, cuyo centro histórico sirve como condensado breve de la historia de todo el país, aunque mientras saboreo este bocadillo de queso con ternera que jamás pensé devorar pienso que en realidad el alma estadounidense muy bien podría ocultarse entre las paredes de El búho rojo. El típico-bar-yanqui, en cuya fisonomía no falta nada. Desde luego, no falta ese grupo de hombres que beben en solitario aunque acompañados: siempre me ha parecido que representa la esencia de lo que uno espera en un bar de esta nación. El bar como escenario de la derrota y del abandono. El bar como antónimo del espacio recreativo, propio para relajarse, que por el contrario resulta habitual entre nosotros.

Me parece que en este tipo de barras americanas siempre hay un personaje de Arthur Miller o de Eugene O´Neill al borde de la desesperación más absoluta. O como en Fat City de John Houston. Claro que en los bares americanos habitan el jolgorio y el hedonismo y cualquier epicúreo será bienvenido. Pero la impronta de muchos de ellos, la que nos han legado la literatura y el cine, también el teatro y la música o la televisión, se perfila contra un telón de fondo donde los mejores días ya han pasado. Habitados por una clientela devota de ese tipo de soledad tan adictiva: la soledad acompañada. Y, sin embargo, son bares memorables. Y lo son porque quienes los defienden saben que contribuyen a levantar el imaginario común. De modo que si algo fallara. Si carecieran de camarero cascarrabias o resabiado, de decoración ad hoc y de parroquianos al borde de la desolación, no servirían como bares al servicio del sueño americano o de su hermana: la pesadilla. No servirían como los bares que espera encontrar su clientela conspicua. Bares donde la profesionalidad no se negocia. Donde hay un sentido del oficio que antes era también norma en España, como si sus responsables custodiaran en realidad algo más que un bar. Una manera de sentirse vivo aunque sea mediante respiración asistida.

 

Un collage de bares yanquis

 

A lo largo del viaje surgirán muchos bares como este, diseminados por la Costa Este imagino que en igual proporción que en cualquier otro rincón del país. Bares repletos de magia, de esa tan especial que muchos bares poseen a pesar de sí mismos. Como si renunciaran a ser agradables y prefiriesen ser interesantes. En esa renuncia se deposita su escondido atractivo. Veremos el Amanda de Filadelfia, con su carta falsamente española, o el Cafe Reggio de Manhattan, donde garantizan que se sirvió el primer capuccino conocido por Nueva York, donde aseguran que también preparan la mejor tarta de queso de la isla. Veremos más bares hispanizados y veremos otros depositarios del genuino espíritu norteamericano, como el Mellon, cuya hamburguesa deliciosa no alimenta tanto como su decoración atrabiliaria, su tropa de camareras tan ágiles como sonrientes, el ventanal mirando hacia la calle como en un cuadro de Hoopper, con vistas a la Tercera Avenida y al desamparo. Sentado en Il Cortile de la calle Mulberry, espina dorsal de Little Italy (o lo que queda de la Pequeña Italia), imagino a Tony Soprano (perdón, James Gandolfini) sentado en su mesa favorita que ahora ocupo yo espiando como quien escribe estas líneas la puerta de entrada por si ocurre lo que tanto temía: un disparo al corazón. O que los canolis no se sirvan en su punto.

Todas estas barras americanas te reconcilian con la mejor versión de los bares que uno aspira a visitar. Desde luego que hay otros donde el listón de las expectativas no se sitúa demasiado alto, bares más bien olvidables. Pero aquellos locales que forman una suerte de patriciado merecen al menos ser recordados ahora que el viaje concluyó y sólo queda la nostalgia por aquellos días de verano, la ruta magnífica por Nueva York en sus bares. El majestuoso garito del Hotel Plaza. El encantador Blind Tiger en la calle Bleecker, el delicado Café Sabarsky alojado en la Neue Gallery, el imperial The Smith cuyo hermoso nombre emociona tanto como su elegantísima barra o su hermoso suelo de damero. Y bares, sobre todo, como no hay entre nosotros. Como el más acabado ejemplo de la tipología propia del país: el dinner. Uno de ellos ilustra estas líneas; alguno más aparece en el collage de fotos situado a continuación. Bares de otro tiempo que se preparan para la piqueta si la movilización popular no lo evita: así salvó la amenazante demolición que se avecinaba el más célebre de ellos, ubicado en el corazón de Chelsea, donde ahora duerme esperando que estos años tan inmisericordes expidan su certificado de defunción. Ese bar donde siempre hay una camarera con demasiada mili en su cofia esperando a servir otra taza de café americano o un bisté con patatas a los trasnochadores de guardia; ese bar de asientos corridos entronizado desde luego por el cine pero también por la televisión. Ese bar cuya estructura parece empotrada contra el edificio que le sirve como útero materno, ideal para repostar a deshoras y para erigirse como ese monumento al bar tantas veces soñado. El bar donde despeñarse.

O el bar donde celebrar la vida. Por ejemplo, el venerable y encantador P.J. Clarks, uno de los mil garitos que aspiran al título de bar-más-antiguo-de-Manhattan. Da lo mismo su fecha de nacimiento. Lo que importa es su atmósfera inigualable, el tipo de bar donde uno se quedaría toda una eternidad, donde no te importa siquiera que la cerveza se sirva caliente. Porque prevalece su espíritu proteico, su ambiente de camaradería tan propicia a esta clase de auténtica confraternización, propia de los bares que nos gustan. Donde suena Meat Loaf por los altavoces, la tele vomita un partido de béisbol juvenil que a nadie interesa, la camarera se toma las confianzas justas, la charla fluye ingeniosa y sin desmayo y la contemplación de la vida estimula el ritmo neuronal hasta desembocar en esa conclusión tan manoseada como certera: que hay bares donde se está mejor que en casa.

Incluidas ciertas barras americanas.

 

Foto de Diane Arbus

 

P.D. La visita a los Estados Unidos de América cuyos vecinos se disponen este martes, como sucede en algún otro lugar del planeta, a elegir entre dos males y determinar cuál es el mejor, permite corroborar lo ya sabido: el papel protagonista que el bar ejerce en la construcción de la identidad de este gran país. Grande en todos los sentidos. Una certeza que cualquiera podía hacer suya este verano mientras recorría las salas del Met Breuer, uno de los hermanos pequeños el gigantesco Metropolitan. Allí colgaba sus totémicas imágenes la legendaria fotógrafa Diane Arbus, cuyos retratos reflejan a la perfección esa sensación de desamparo consustancial a la gran ciudad. A toda gran ciudad y a la gran ciudad por excelencia: Nueva York. Es esa foto aquí reproducida, donde reinan la desolación y la poesía. Lo que uno espera encontrar tantas veces en su bar favorito, aunque tema confesarlo.

 

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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