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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Convención de ginebra

La mítica ginebra Fockink, con su botella formato petaca
Ginebra, amante reina del rey Arturo, cuyos amoríos con Lancelot tanta literatura generaron. Ginebra, bonita población suiza que se asoma al lago Leman. Ginebra, en fin: aguardiente de origen inglés que hunde sus raíces en Holanda, se despliega por todo el mundo con las tropas británicas cuando sobre su Imperio no se ponía el sol y brota hoy ante nosotros formando imbatible pareja con otro bebedizo también muy rico en propiedades de toda laya, la tónica. Ante ustedes, el combinado de moda: el gin-tonic.

Sí, yo también he sucumbido. Probé antes suerte con otros tragos (vodka con lima, años 80; martini con soda, años 90) mezclados (y a veces batidos y muy agitados: mis noches de bourbon), antes de frecuentar los famosos destilados nacidos en las tierras altas de Escocia (lo que el vulgo llama güisqui, de apellido malta) para acabar cayendo en las redes de esta pócima que tanto ayuda a sobrellevar las comilonas, pues garantiza digestiones placenteras y de paso te refresca el gaznate. Antaño una copa casi residual, la actual resurrección ginebrina lo invade todo y dispara la estupidez humana en proporción directa a la factura que nos endosan.

Porque, en efecto, cuanto más raro el licor y más pija la botella, más estupendos nos ponemos y en consecuencia recibimos nuestro justo castigo: salimos del garito con el bolsillo aligerado, aunque a cambio podemos darnos más importancia que el caballo de un rejoneador. Quién lo hubiera dicho en los tiempos en que un vaso de ginebra se administraba casi como medicamento. A los niños que sufrían de dolor de muelas, puesto que la boca entera quedaba anestesiada. A las púberes que conocían los primeros efectos de la menstruación, con la pretensión de aliviar las molestias. Ignoro si con éxito.

Digo ginebra en singular y digo bien. En la España tenebrosa de los 40 años sólo había una ginebra: salvedad hecha de alguna marca menor, todo lo dominaba la afamada Fockink. Con ella atravesamos un desierto que a veces tenía forma de gin-kas, otro trago famoso, hasta desembocar en la actual exagerada panoplia de ginebras que exigen un anchísimo espacio en los anaqueles de todo bar que disponga de una clientela pelín pedante, dispuesta a perorar durante un rato si es mejor con enebro o con pepino (me refiero al gin-tonic) y unos camareros con un máster en química y conocimientos de gimnasia deportiva, puesto que su elaboración exige la cabeza de Severo Ochoa para calcular las dosis de líquidos, sólidos (frutas variadas) y gaseosos (ese nitrógeno) y la muñeca de Nadal para administrar los hielos.

En fin: que como en tantos hábitos nos hemos dejado dominar por la tontería. Finalmente, el gin-tonic es sólo eso, ginebra con tónica. Coja usted la mentada y venerable Fockink y únala con la Schwepps de toda la vida (salvo si encuentra la desaparecida Finley), añada una rodaja de limón y tendrá la copa que buscaba. Y probablemente, más barata: así me ocurrió en un bar ahora en trance de ser traspasado, el veterano Ginfizz de la calle Vitoria que tan buenos ratos me procuró cuando se llamaba Amalis. Su todavía propietario nos aleccionó una noche con las maravillas de la bodega que custodiaba, muy pródiga en ginebras: más de 80 referencias. Y entre ellas, en efecto, la añorada Fockink, con su botella en formato clásico de petaca, un diseño de otros tiempos. De cuando echar un trago no era tan complicado. No como ahora. Porque de eso habla el cómico Leo Harlem en este video que os dejo aquí: “Empezaron a ponerme la copa el viernes a las once de la noche y eran las dos de la mañana del sábado y todavía estaba el tío currando”. Atentos al minuto siete.

P.D. Yo confieso: también formo parte de la legión de clientes que se ponen estupendos cuando piden un gin-tonic. Y, sí: también creo que preparo los mejores del mundo. Por si alguien está interesado, esta es la receta que me regaló un amigo para agasajar a las visitas. En una copa de balón o de sidra (yo prefiero esta última), echamos cinco cubos de hielo bien macizos. Movemos la copa unos segundos y a continuación vertemos el mejor gin del mercado (ahora soy fan de Martin Miller´s, pero insisto: vale Fockink), con una dosis que calculo así: contando mil uno, mil dos, mil tres. Previamente, hemos pasado la parte interior de la corteza de un limón varias veces por el borde de la copa, interior incluido. Echamos la tónica procurando que no se vaya el gas, añadimos un par de enebros aplastados (los venden a granel en La Casa del Pimentón) y como se dice en Navidad: a pasar buena noche.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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