Ser fiel a tu ciudad exige lealtad a tu pasado. Una frase cuyos factores también pueden leerse al revés, lo cual en el caso de la devoción al universo de los bares reclama un compromiso adicional no sólo con los que resisten, sino también con los difuntos. De modo que cuando uno revisa, mientras peina sus canas (metáfora), su propia biografía debe aceptar que el verano le sabe a muchas cosas. A siestas memorables (ah, ese reguero de salivilla incluido), galvana canicular (ah, el gozo de no hacer nada) y desenfreno juvenil y noctívago (ah, esas resacas dominicales). También me sabe a pipas: los girasoles del tren de Anita, tantas veces citados en este blog, que nutrían las interminables tardes de la adolescencia apoltronados en la terraza del primer Tívoli.
Porque, en efecto, las terrazas eran para el verano. A diferencia del tiempo presente: las cosas de la ley contra el tabaco poblaron de veladores acristalados España entera, allá penas si afuera hiela o nieva. Antaño, la clientela se aposentaba en sus terrazas de confianza cuando asomaban los primeros indicios de buen tiempo y abandonaba semejante costumbre allá por San Mateo. Cada cual probaría las que fueran de su preferencia: en mi caso, deberé reconocer mi deuda de gratitud con la primera que recuerdo, la del Ibiza, con sus insuperables vistas al Espolón y a la vida en sí misma, que entonces estaba toda por delante, aunque frecuenté también como alguna otra generación logroñesa la terraza por excelencia, hoy infelizmente desaparecida: la formada por todas aquellas mesitas metálicas de La Rosaleda vecina.
Derramo una imaginaria lágrima a la espera de que reabra el querido quiosco de mi infancia y continúo mi paseo de terraza en terraza, moviola mediante. Porque uno se fue haciendo mayor, qué remedio, y acabó como se ha mencionado: atrincherado en el Tívoli, terraza de donde nos acabó expulsando lo de siempre. La moda. Porque se impuso el Moderno como tendencia terraceril ochentera y allá acampamos, a la vera de la familia Moracia. Largas, larguísimas tardes de estío, cuando el tiempo parecía de goma y se estiraba hasta la frontera de ingresar en la calle Laurel y sus hermanas.
Por aquel tiempo, me confieso también adicto a la primera terraza de la modernidad: la alojada en El Espolón bajo los dominios del cedro y del bar subterráneo llamado Trébol, que por entonces (años 80) ya adoptaba la encarnación célebre. Había nacido el Continental y, en efecto, para que te dieran en Logroño el carné de moderno tenías que sentarte allí un buen rato. Habíamos inventado el postureo pero no lo sabíamos. Ignorantes de semejante hazaña, nos limitamos a apurar la cerveza y experimentar nuevas conquistas. Sonaba la hora del Bretón.
Allá emigramos. A la sombra de Colo, en sus dos versiones, vimos crecer las patas de gallo y otras calamidades contemporáneas. Por supuesto, catamos otras terrazas en el universo logroñés, pero si uno pretende sincerarse ante el improbable lector deberá aceptar que ha citado aquellas donde ha puesto sus complacencias con mayor asiduidad y cariño. Quiere decirse que semejante relato de sus propios pasos lo podría firmar quien así lo desee, detallando sus preferencias. Las terrazas del centro y las de la periferia. Las terrazas de siempre y las recién llegadas. Las propicias para el horario vespertino y las más adecuadas por las horas nocturnas. Las terrazas que nos atraen por un indescifrable motivo y aquellas que capturan nuestra atención por lo esmerado de su servicio, la simpatía de sus camareros o porque nos da la real gana.
Fin del preámbulo. Lo antedicho sirve simplemente como excusa para acudir a la almendra central de estas líneas, que se despiden hasta la vuelta de vacaciones lanzando al éter esta pregunta: cuál es la terraza favorita de quienes se diseminan por Logroño y sus bares. Quien se anime, ya sabe: esta es su casa. Puede opinar también en las redes sociales donde circula este blog, en la seguridad de superado el veraneo tendrá cumplida respuesta: recopilaremos entonces las respuesta que vayan llegando y premiaremos al ganador. Aunque en realidad todas la terrazas lo son: ganan todas porque todas cuentan con el favor de su parroquia. Que es el mérito principal al que supongo que aspiran. Y el intangible de que dentro de unos años alguien recuerde que una vez fue felizmente dichoso entregado al placer de no hacer nada: limitarse a ver pasar la vida sentado en su velador favorito.
P.D. Como tantas veces, las mejores cosas de la vida no ocurren sin embargo en la realidad: pertenecen al reino de los sueños. Pura fantasía. De modo que no debería extrañar a nadie si cuando nos preguntan a unos cuantos logroñeses de nuestra quinta sobre cuál es nuestra terraza predilecta, contestemos sin dudar señalando a esa cuya imagen decora estas líneas. Aquel glorioso invento de Rocandio y sus buenas gentes de Cámara Oscura, la milagrosa reencarnación de unos cuantos ilustres en los veladores del Ibiza. La playa imaginaria del Logroño imaginario.