Tocaba hablarles de la valla de Melilla cuando me topé con el banco de Logroño. Pensaba escribir sobre las concertinas en uno de los pasos fronterizos que separan España de Marruecos y, por tanto, Europa de África, cuando me daban la voz de alarma sobre una de las plazas de la capital de La Rioja. Un joven de Mali, inmigrante llegado durante la pasada vendimia, lleva semanas durmiendo al raso, voluntariamente, rechazando las numerosas manos que se le tienden.
El otro día me senté a su lado. Traté de hablar con él. Le dije que si necesitaba algo. Que si podía ayudarle. No dijo nada. Ni me miró. Ausente, sus ojos acuosos me llevaron a otra fría noche del 2008 en la que también compartí banco con otro joven, en este caso marroquí, que al igual que el malí vino atraído por la campaña de la uva y una falsa esperanza de tajo en su recogida. Entonces, el temporero, presente, eso sí, me habló de la casa de su padre, 450 metros cuadrados de tierras y algunas cabezas de ganado. «Volver sería reconocer mi fracaso, mi error, pero allí estaba mucho mejor que aquí… mi padre no podría soportar que uno de sus hijos esté durmiendo en la calle. No lo sabe. Ni se lo imagina».
Nadie puede llegar a entender ni una ni otra situación. Nadie. La diferencia es que mientras uno buscaba refugio y trataba de asegurarse la subsistencia, el otro parece abandonarse… dejarse llevar sin que haya respuesta posible. Dicen que en Logroño nadie duerme en la calle cuando hace frío… si quiere, eso sí. Y no hay solución pues aquí, al contrario que en otros supuestos, prima la decisión individual y la voluntad personal. Y es ahí cuando se cae en la cuenta de que quizás el verdadero problema es que entre todos, por acción u omisión, hemos hecho del mundo una mierda y de la vida, una perra. Y uno, que al fin y al cabo es humano, maldice una y mil veces no sólo las cuchillas, sino hasta el último de los corquetes…