Entre todos la mataron y ella sola se murió… y no me refiero a una sola casa, no. Logroño acumula casas y casos según pasan los años. Bretón de los Herreros 2 y Gran Vía 21 son solo las últimas. Los últimos. O dos más. De una lista que parece interminable, eso sí. ¿Derribos? Los que haga falta. Por derribar, derribamos hasta túneles. Y lo que se nos ponga por delante. Buenos somos. Edificios con historia, de los que Logroño no anda precisamente sobrado; con nombre, proyectos que en algunos casos llevan la firma de afamados arquitectos locales; con décadas a sus espaldas… lo que precisamente ha jugado en su contra por su falta de mantenimiento. Que un edificio se caiga a pedazos en pleno corazón de una ciudad no deja de suponer una arritmia, pero si además su propietario lo hace adrede la situación puede derivar en infarto. ¿Descorazonador, no? Yo así lo creo. Adquirir un edificio viejo, vaciarlo de inquilinos o dejarlo sin actividad, cerrarlo a cal y canto olvidándose de su mantenimiento para, al cabo de los años, no tener más remedio que proceder a declararlo en ruina condenándolo al derribo. ¿Acaso no era eso lo que se perseguía? Pues luego no conviene hacerse cruces. Es lo que se llama «dejar morir un edificio», un fenómeno que por mucho que nos expliquen suele ocultar intereses puramente especulativos… sin llegar siquiera a que muera para enterrarlo. Siempre nos quedará la ruina económica (cuando el coste de la rehabilitación supera el 50% del valor del edificio, lo que en el Casco Antiguo significa sentencia de muerte), esa a la que sigue la técnica. ¿Dónde quedan las ayudas a la rehabilitación? ¿Por qué lo llaman rehabilitación cuando quieren decir demolición? Si Fermín Álamo, Agapito del Valle, Luis Barrón o Francisco de Luis y Tomás levantasen la cabeza…