“Javier, hoy he estado en el pediatra con mi hija y nos hemos quedado asustados: nos han comentado los trabajadores que no tienen ni termómetros, que los están comprando por su cuenta en la farmacia… ¡Imagínate, no dábamos crédito!”. No había terminado de leer el mensaje que un amigo de Logroño acababa de colgar en mi muro vía ‘Facebook’ tras una visita al pediatra de su centro de salud, cuando mi mujer comenzó con las esperadas contracciones a más de 400 kilómetros de la capital de La Rioja.
Un ‘creo que me he puesto de parto’ bastó para poner rumbo al hospital, de Cabueñes en Gijón, no vayan ustedes a creer que uno es tan temerario cómo para pisar el acelerador hasta el San Pedro, pero sí que mi imprudencia hizo que casi sin darme cuenta en lugar de centrarme en la conducción lo hiciese en la supuesta falta de termómetros de la sanidad riojana ajeno a la sorpresa que me deparaba la asturiana.
‘El padre debe esperar, ya le avisaremos’, me dicen a puertas de unos paritorios que ya había conocido dos años antes. Confiado, con las tablas que da la experiencia, tomo asiento en una de las camillas del pasillo aguardando la llamada. Me levanto nada más escuchar pasos y una enfermera me ofrece una bata desechable color ‘verde quirófano’. Me tranquiliza ver que todo sigue igual; no en vano, ¿quién no se siente seguro en la rutina?
La amable sanitaria me ayuda a atarme la prenda, parece que de celulosa, cuando totalmente sabedor de que lo que viene ahora pregunto: ¿Y las pantuflas? ‘¿Las pantuflas?’, repite la enfermera con una sorna que delata que algo pasa. ‘¡Ay, hijo mío, pantuflas y no pantuflas hace tiempo que las recortaron!’, me espeta de sopetón provocándome una sensación cercana al golpe de un termómetro en la frente. ¿Será que los virus de antes eran más dañinos que la crisis de ahora?, me sumo a la ironía. Me cuesta mi tiempo volver a centrarme en el parto… Lo importante es que venga bien, me digo.