Hablar de Alejandro Ganzábal es hablar de prácticamente un desconocido cuando, sin embargo, su vida (Yurreta, Vizcaya, 1840 -Logroño, 1906) está ligada a los grandes acontecimientos en La Rioja del siglo XIX. Llegó como cantero a Logroño con motivo de la construcción de la línea férrea de Castejón a Miranda y terminó sus días como maestro de obras, entre las cuales le encomendaron la construcción de las murallas provisionales de la tercera guerra carlista (1872-1876).
El nombre de Ganzábal, muy ligado a todo lo que tuviese que ver con trabajos de cantería en la ciudad en aquellos años, como la construcción de los diferentes puentes sobre el Ebro, también lo está a tragedias tales como el hundimiento de la barcaza que transportaba a soldados de una orilla a otra del río en 1880 o la del descarrilamiento del tren en Torremontalbo en 1903, donde no dudó en encabezar la ayuda. Un personaje, en definitiva, cuya vida y obra serviría para vertebrar el relato histórico del Logroño en blanco y negro y que, sin embargo, sale a la luz casi por casualidad y de la peor manera posible. Y es que si su casa en vida, la que en su día llegó a ser la única casa al otro lado del puente de Piedra, se alza como ruina del pasado capitalino abandonada y condenada al olvido (ahora ya derribada, pues esta columna salió originalmente publicada en Diario LA RIOJA el pasado 2 de noviembre); su casa en muerte, es decir, su panteón, amenaza derrumbe en el corazón del camposanto logroñés.
Que su lápida esté tapada por tablones de obra y su tumba llena de sacos de arena y cemento puede llegar a tener su gracia tratándose de un constructor. O no. Justo al lado, el doctor Zubía, el que fuera su amigo y al que levantó un panteón gemelo, se ve condenado a la misma segunda muerte. Él también vio desde allí arriba peligrar su ‘casa’ en vida, el Instituto Sagasta… e incluso su obra, su colección científica. E igual lo de la glorieta y el busto ni le compensa.