Se supone que un consumidor es un ser racional. Un señor que compra un bien o servicio, pesando en una especie de balanza mental por un lado lo que le cuesta; y por otro, el beneficio que va a sacar de ello.
Pero la realidad es que nuestra balanza interna funciona de pena. Somos muy dados a tomar decisiones que no resisten un análisis: pagando por cosas que no lo valen, adquiriendo otras que no necesitamos… o creyendo que compramos lo que no estamos comprando.
El caso extremo es el de la lotería y similares. Los españoles gastamos sin medida en juegos de azar: las cifras dicen que la media supera ampliamente los 400 euros por persona y año.
Y en este caso, esa balanza interior está definitivamente rota: prácticamente todo el dinero que gastamos en lotería es, para el consumidor, dinero tirado. Porque de eso se ocupan quienes nos la venden: de que nuestras probabilidades de ganar estén, siempre, limitadas. «Lo que nos venden es ilusión», explica José Luis Ansorena. «Y la venden muy cara».
Uno entre 116.531.800
Ansorena, director del departamento de Matemáticas y Computación de la Universidad de La Rioja, explica cómo los mecanismos con los que están diseñados los juegos de azar están muy ajustados para alterar la «percepción» del comprador. «En estos juegos, la probabilidad de que un individuo gane el premio al que aspira es despreciable», afirma. Pero que muy despreciable: el juego más «probable», (Lotería Nacional, ONCE) ofrece una probabilidad entre 100.000 de acertar con el número correcto. La Primitiva es bastante más difícil (existe una posibilidad entre 31 millones), pero no es nada comparado con el Euromillones: un jugador tiene una posibilidad de acertar ¡entre 116,5 millones!
¿Qué nos hace comprar, por tanto? Ansorena señala una clave: «La probabilidad de que ‘alguien’ gane es sin embargo, alta». Alguien en algún lugar ganará, y los medios de comunicación amplifican tanto a esos ganadores extremadamente afortunados que la percepción del comprador estará, casi irremediablemente, alterada.
«Hay otro factor importante», señala Ansorena. «Que en todos estos sorteos hay premios pequeños relativamente fáciles de ganar». Reintegros, por ejemplo. Por volver al ejemplo extremo, ganar el superpremio del Euromillones es en la práctica, imposible. Pero ganar algo en ese sorteo, lo que sea, es más probable: tenemos un 7,81% de probabilidades.
Hasta en eso los números juegan en nuestra contra, ciertamente. Pero hay más. «Se facilita mucho que quienes obtienen esos premios pequeños lo ‘reinviertan’ en el juego». El ejemplo más clásico, cita Ansorena, es la Lotería del Niño. Un sorteo colocado estratégicamente para que esos pequeños premios ganados en la Lotería de Navidad se vuelvan a gastar en otra ocasión inmediata en la que, con una probabilidad muy alta, perderán parte o todo el dinero que habían recuperado.
En un casino la banca puede perder. En la lotería, «nunca». Las loterías públicas dedican a premios entre el 50 y el 70% de su recaudación. Se puede afirmar matemáticamente que cuanto más juguemos más nos acercaremos a ese porcentaje. Si pudiéramos jugar indefinidamente, perderíamos «siempre» entre el 50 y el 30% de lo jugado. «De hecho, hasta los términos que usamos son confusos. Muchas veces decimos ‘he ganado tanto’ cuando, en realidad, deberíamos decir ‘he recuperado tanto’». Casi siempre, menos de lo jugado.
Otro mecanismo mental que facilita el gasto en lotería es nuestra dificultad innata para asimilar el crecimiento exponencial. «Inconscientemente pensamos: si puedo acertar uno en la quiniela, puedo acertar 15». Pero pillar un 15 no es quince veces más difícil. Acertar uno en la quiniela sólo es optar por un resultado entre tres posibles, pero clavar los 15 supone una probabilidad… entre más de 14 millones.
Ésa es la lógica (difícil para nuestro cerebro) del crecimiento exponencial. El resultado: casi siempre perderemos. Y repetiremos. Aunque sea dinero tirado.