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La plazuela perdida

Domingo de ramos

LAS mañanas de aquel pueblo riojano, repletas de sorpresas y de vida, en mi niñez de juegos y de escuela, seguían con rigor el calendario. A veces, arribaban buhoneros con afeites, retales y perfumes, anunciando mil nuevas maravillas; mostraban por callejas y plazuelas un piélago de cajas y misterio, al frente de su tiro de caballos, y el vaho de su boca entre la niebla. Celemín, vara, azumbre y media libra eran los utensilios del negocio, mas sólo hacían uso de silbato, por mor de tradiciones centenarias, el fiel afilador, de gruesas gafas y extraña bicicleta con andamio, y el capador de jóvenes tetones, anuncio de matanzas y chacina. Bajaba el buen cabrero de la sierra con sus cabras de voces terebrantes, se alojaban debajo de los tilos y esperaban la fila de mujeres; luego, el hombre llenaba, bien cumplido, ordeñando en candajas con sus manos, cobraba, sin medir con el cuartillo, y bebía de un fondo de botella. También los dos pellejos del mielero, colgantes al ijar de aquel burdégano, seducían después de cada cata, si respetaba el astro… y la polilla.
Aunque todos amaban las bodegas, las botas, los vasitos y porrones, el alegre sin par era Marcelo, desgranando sus jotas casquivanas, en tanto que vendía las estopas. Una noche de invierno se perdió en la nieve musgosa: blando lecho, lo hallaron quieto, muerto y sonriente, como fuera su vida trajinada. Y en su rostro: la paz de los benditos.
Pero mi preferido era Fulgencio, leñador por montañas y robledos, que traía su carga de madera a lomos del burrito desdentado, cojo de esparaván y calendario. Pasaban los domingos de cuaresma, veladas de morado las imágenes, y Fulgencio me daba un ramo grande, de hijastros de acebales espinosos, para que yo colgara las rosquillas, que luego bendecían en la iglesia en misa del domingo de los ramos. Dos duros de la hucha daban firma, sellando cada año nuestro trato; y yo mis calcetines estrenaba, pues era conocida la sentencia:
«Quien no estrena el domingo de los ramos, / se quedará sin pies y sin las manos».

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Por Jesús Miguel ALONSO CHÁVARRI

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marzo 2005
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