Apenas se apagaba el frío enero, la aldaba de febrero golpeada, volvíamos la vista hacia lo alto, buscando en la veleta de la torre; era tiempo de ver a las cigüeñas, encima del reloj -el de la villa- pues no fallaba el dicho: «Por San Blas, la cigüeña verás», y era el momento de preparar rosquillas bendecidas, que aliviasen dolores de garganta, costumbre y don del santo milagrero, y tortas de chichorras y manteca. También era ocasión de la baraja, de acudir al calor de alguna cuadra para «echar la polla» las cuadrillas, y, aquel a quien la suerte designaba y sacaba el as de oros, debería preparar, en su casa, las meriendas del gran día festivo de Santa Águeda y su secuela afín: Santa Aguedita.
Amanecía el cinco de febrero y el aire, en el Tirón, era una fiesta: los carros y las mulas, adornados con vistosas guirnaldas de colores, recorrían las calles de la villa, y los mozos, de pie junto a las zarras, entonaban las jotas de costumbre, poco antes de pedir la colación quintera: vino, un huevo, dos chorizos, que luego almorzarían en la plaza. Los niños contemplábamos contentos aquel ir y venir de las cuadrillas, que pedían un vaso de aguardiente, en la tienda de escasos coloniales, y bebían el vino de la bota, a la vez que lanzábamos las chapas, para quitar los santos de la tuta, rezumaba el tempero de la hinquera o corríamos veloces las redonchas, fabricadas con aros de cubetas, felices de olvidarnos de la escuela: de los cuadros de Franco y José Antonio, de aquel mapa comido por las ratas, que anidaban en rotos de tarima, de la tabla del seis y de los cánticos, o de la leche en polvo americana, que reposaba junto al frasco azul, oscuro pelikán, el de la tinta.
Así, la fiesta grande de Santa Águeda era más esperada por la infancia, en aquella posguerra inacabable de desfiles y cantos a la patria; infancia secuestrada, tiempo oscuro, por mor de militares victoriosos y de su dictadura cavernaria, unida con la Iglesia tridentina. Infancia de canciones imperiales, pesadas catequesis en la iglesia, de saludos romanos y «presentes» de muertos en la guerra fraticida, de misas y rosarios sin medida, de catones, viriatos y falanges, de exposiciones solemnes y visitas, en horas de jugar con los champlones, con la seca madera de la tuta o de dar paja y humo a la raposa.
La fiesta de Santa Águeda era el canto postrero, pues llegaba la cuaresma, repleta de morados y de viernes, de miedos, de calvarios y de cruces, de niños asustados y de infiernos. Por eso la «Santa Águeda» era fiesta de regocijo y música sentida, de rondas con romances centenarios, que escuchaban alegres los vecinos y, también las atónitas cigüeñas, llegadas con San Blas a la veleta.