La reciente costumbre de juntarse los adolescentes, y no tanto, a beber litronas en lo parques, los fines de semana, llama la atención y concita miradas de desagrado en los crecidos en otras circunstancias, pero forma parte de la lógica de las cosas y de las contradicciones internas de esta sociedad de consumo. Todos hemos sentido, a esas edades, la necesidad de relacionarnos, de juntarnos, de conocernos, y, a menudo, la bebida ha sido utilizada como elemento liberador de timideces, miedos y prejuicios, lo cual no impide que sea desaconsejable el mal uso, y peligroso el abuso, del alcohol.
Hace ya unas décadas, cuando la sociedad española descubrió el consumo inmoderado de bienes, los empresarios descubrieron también el valor de los jóvenes, como consumidores, y pusieron cerco al ocio juvenil como fuente de ingresos; y, lo que antes era diversión gratuita o barata, comenzó a ser cara, hasta convertirse en imposible para muchos jóvenes. En estos tiempos de estadísticas, ¿alguien se ha parado a analizar el precio de los bares de jóvenes? ¿Por qué se han doblado los precios en pocos años? Sigamos haciéndonos preguntas: ¿Existen bares de jóvenes en los que se obliga a pagar una consumición por persona, a los menores, si desean permanecer allí? ¿Existen bares de jóvenes en los que se acepta servir alcohol a chicas menores para que hagan de gancho con los chicos? ¿Hay cadenas musicales de moda y programas de televisión, en los que se anima a los jóvenes a beber alcohol en sus anuncios? ¿En cuántas películas los admirados protagonistas aparecen con una copa en la mano?
No miremos donde no debemos, cuando buscamos causas a los problemas de la juventud; mientras el estandarte del país sea el euro, verbigracia: la ganancia como sea -«la buena marcha de la economía» es la frase eufemística- y pase por encima de cualquier otra consideración: moral, ética, sanitaria, educativa, etc., no nos llevemos las manos a la cabeza por situaciones como el botellón; es lo esperable. Hoy en día, los adolescentes no pueden, como pudimos otros, pasar las tardes vacacionales en el granero de Pedro -aunque le llamásemos Carnaby y estuviesen pintadas sus paredes con retratos de Jimmy Hendrix, Joan Báez y los Beatles- escuchando música con los amigos y amigas, después de merendar los cangrejos y truchas pescados por la mañana en el río. Los graneros actuales son locales que valen un riñón y en los ríos no hay cangrejos. Si yo fuese joven, también iría al Botellón.