Si hay una imagen que permanece, en la oculta retina de la memoria, de aquella niñez desabrigada en los valles y montes riojanos, cuando la felicidad infantil rompía la obligada tristeza de una España negra, es la imagen de los pobres, vestidos con harapos, que caminaban por trochas y veredas, de pueblo en pueblo, con su andar cansino y reumático, y pedían por las puertas. ‘Una limosnita, por amor de Dios’ era su canto, su vergüenza; aquel ‘Dios se lo pague’, su castigo, mientras hacían ademán, segado por la artrosis, de amenazar con piedras imaginarias a dientes y ladridos de los perros. Siempre me intrigó cómo distinguían los perros, a la hora de ladrar, a los pobres del saco de otros hombres con saco, a quienes no ladraban. Entonces, llegaban caravanas de húngaros, huidos de odios y de guerras, que ataban animales a los ejes de tartanillas breves y carros desvencijados; y cuadrillas de gitanos, que se acomodaban bajo el puente, lanzaban su mensaje, al grito de ‘Estañador, paragüero ‘ y siempre estaban dispuestos a hacer trato con sus burros. También pedía la Faustina, mujer joven y envejecida, que golpeaba las aldabas, antes de gastarse las monedas en vino y dormitar en los pajares. Sin embargo, el pobre por excelencia era Agustín, con su vieja boina encasquetada, hasta taparle las orejas; su cara era una máscara perpetua de hollín con desconsuelo, de tristeza. Sólo vieron su risa mis seis años, sus negruras y huecos de la encía, cuando sentados él y las lentejas -colación de cuaresma en aquel viernes- llené de vino tinto el frasco azul, vacío de colonia, y lo ocultó, contento, en los rotos del abrigo. Tal vez llegó a pensar, sólo un instante, que pudo amar la vida sin reservas.
Llevábamos años olvidados de los pobres –homeless les llamaban últimamente, y tenían dormitorio en asilos y comida en Cocinas Económicas- pero han ido regresando poco a poco; pueblan bancos nocturnos en los parques, portales de comercios y rellanos de cajeros, en los otros bancos, donde el olor del dinero se percibe tras la puerta. Quizás hayan llegado con la inmigración o, tal vez, sean consecuencia de ella, no lo sé, pero algo marcha mal en esta España de pelotazos millonarios y fortunas especulativas, si se nos devuelve a la ‘Misericordia’ de Galdós y a los viejos pobres de aquel lubricán de acero de los años más oscuros.