Es una sensación extraña, casi contra natura, la de sentirse extrenjero en su propio pueblo, pero, a veces sucede. Uno, a lo largo de la vida, se va acostumbrando a muchas cosas, a algunas con dificultad, y tiene asumidos ciertos papeles desagradables, como parte del precio que se paga por vivir. Una de estas cosas, que rponto se aprenden, es a percibir que no es fácil ‘ser profeta en su tierra’, pero de ahí a sentirse extranjero, va un mundo.
Si por algo se han caracterizado los pueblos -también los riojanos- ha sido por su casi inmutabilidad. Cuando a uno le oprimía la vida estresante de la urbe, su bulliciosa soledad o, incluso, el desamor, siempre quedaba el consuelo de regresar a las raíces, a ese pueblo permanente, donde todo estaba donde debía estar: el río, las colinas, la iglesia, los árboles, las gentes las casas. Sin embargo, ahora, quien acude a su pueblo puede encontrarse desorientado y no reconocer los lugares amigos ni los entornos cómplices, donde habitaban la memoria familiar y los aromas de la infancia, sustituidos por filas, muy juntas, de casas gallinero, otros les llaman casas cochinera, porque semejan esos antiguos edificios ganaderos; son cientos de adosados -hay quien les dice «acosados» o, incluso, «acotados»- iguales entre sí, prismas con tejado, sin terrazas ni requiebros, donde la arquitectura deja de ser una de las bellas artes y se pone al servicio de la codicia constructora.
Antes, esto sólo ocurría en las ciudades y sus aledaños, pero allí todo era más visible, algún detalle se cuidaba, los arquitectos ponían algo de su parte y los poderes públicos imponían ciertas limitaciones. Ahora, abierta la veda en los confines del campo, donde el silencio es norma, y las presiones pueden acabar con la buena voluntad de muchos, el desastre se impone: huertos y regadíos desaparecen, ante el avance lujurioso del ladrillo -es un decir, porque ni siquiera es siempre ladrillo- y los beneficios rápidos de la construcción son el «pan para hoy y hambre para mañana» que legaremos a nuestros hijos, ante la triste indiferencia de la mayoría. Y a los poderes públicos no parece importarles demasiado el destrozo, ni sus impactos estéticos, ambientales, agrícolas o éticos; mucho menos que uno pueda sentirse extranjero en su propio pueblo.