En aquella niñez desabrigada de la triste posguerra inacabable, repleta de catones y redonchas, de ala, de elefante y de doctrina, con los niños viviendo por la calle, al punto que acabábamos los cánticos de aquel multiplicar con sus diez tablas, en la herrumbrosa escuela de don Digno, sin miedo al frío seco del invierno, a los galopes de una mula “suelta” o a la oscuridad de las callejas, apenas aliviada su negrura por la luz cenital del esquinazo, había dos oficios temporales que gozaban de nuestra preferencia.
Uno era “enfardador”, que comenzaba apenas las rugientes trilladoras dejaban de sonar y de arrojar sus ramplas paveseras por el tubo, -y la paja dorada en las moronas imitaba los blancos montecillos de olvidados cuentos de peseta-. El buen enfardador de tez morena, con pañuelo de picos en el pelo, echaba tres terreras bien colmadas en la pesada prensa de madera; la palanca de hierro comprimía la paja, hasta su forma razonable, las agujas pasaban con alambres por el vientre horadado de la prensa y, milagrosamente, eran sacados fardos rectangulares y dorados, que se amontonaban en la era. Cuando los hombres iban a comer, los niños intentaban hacer fardos, en un juego feliz y favorito.
El otro era el fugaz picapedrero. Llegaban muy de tarde con sus gafas, trasuntos de envidiados motoristas, y golpeaban firmes, con el mazo, las piedras del montón, hasta dejarlas en trozos aparentes, de relleno, para el firme olvidado de cantillos de aquella sinuosa carretera. No era nada fácil que el buen hombre olvidase su mazo, por un rato, aunque Perico pudo conseguir golpear una piedra, en un descuido, y contó que era un mazo muy pesado, sólo para hombres fuertes y bragados.
Aquellos dos oficios caporales eran muy deseados por los niños, que atentos vigilábamos su suerte, antes de los rosarios aburridos y de las letanías de la iglesia.
Por eso no entendí cuando Rosauro pegó una torta seca a Rosaurito, por un inconveniente trabacuentas en la carnicería de mondongo, y dijera solemne y dominante: “¡Para que hagas las cuentas más mejor! Comprarás, venderás, no perderás, pero sin buenas cuentas, hijo mío, tendrás al enemigo en la tu casa. Así que aprende bien las cuatro reglas o acabarás por ser picapedrero, o, “pior” aún, serás enfardador.”
Y todos escuchábamos sus frases, con nuestros pocos años, sorprendidos por aquellos dislates de la vida.
“ALONSO CHÁVARRI”