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La plazuela perdida

ELOGIO DE LA DISCRECCIÓN Y CENSURA DE LA MEDIOCRIDAD

Es de admirar el hombre discreto, al que ya elogiaban Cervantes y Lope, el que cruza por la vida sin hacer ruido, sin dar importancia a sus acciones, el que se aparta del neón y de los focos como forma de reivindicar su anonimato; actitud que no tiene nada que ver con la del mediocre, persona de escasas luces, pero empeñado en que iluminen con un resplandor del que carecen, y generalmente desconocedor del significado de las palabras discreción y prudencia.

No es nada original decir que este siglo XXI, que nos está tocando vivir, es el siglo de la mediocridad; y no porque no haya posibilidades de salir de ella, todo lo contrario, sino porque se ha instalado en la sociedad la figura del “mediocre” como alguien digno de admiración, lo cual es bien ridículo. Si hace un siglo, o no tanto, se admiraba a Ramón y Cajal o a Juan Ramón Jiménez, y los niños estudiaban para ser filósofos como Ortega y Gasset u oradores como Castelar, ahora se admira al humorista de guardia o al deportista de turno, y los niños no estudian, porque su anhelo es llegar a ser como Belén Esteban o como algún concursante de Gran Hermano, y para eso no conviene estudiar, todo lo contrario, basta con conservar el mal gusto, hacer bandera de la indiscreción y tener alejado el diccionario de la Real Academia.

En los comienzos de la televisión española, a pesar del lubricán de acero de la dictadura y de la censura, la buena dicción y el gusto por el lenguaje eran norma, incluso había algún programa sobre gramática, ¡qué cosas!; sin embargo, ahora, si uno quiere triunfar como presentador –presentador “guay del Paraguay”, de los que “molan cantidubi” y ganan “libras por el morro”, no estos “pringaos que curran pal inglés” de los noticiarios, que aún guardan las formas– ha de hacerse populachero, hablar con soniquetes, como en el bar, y, sobre todo, conseguir que sus invitados sean semianalfabetos gramaticales y, a ser posible, se insulten ante las cámaras.

Esta tendencia a admirar al mediocre, puede entenderse en la televisión, aunque no se perdone, por mor del dinero –las audiencias gustan de la mediocridad, desgraciadamente-, pero no se entiende en otros órdenes de la vida y, para nuestra pena, la vida está llena de ejemplos de hombres mediocres dirigiendo empresas, foros e, incluso, el gobierno de la nación. Hay pocas cosas peores que la jefatura de un mediocre imprudente, porque no soportará tener a sus órdenes personas valiosas que, por comparación, muestren sus carencias.

Admiremos al discreto, pero no alabemos al mediocre, aunque ya decía Rabelais: “La mediocridad dondequiera es alabada”. Y eso que él no estaba en este siglo de la mediocridad.

“ALONSO CHÁVARRI”

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Por Jesús Miguel ALONSO CHÁVARRI

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