Se acerca la Navidad de la crisis, que no hay que confundir con la crisis de la Navidad, ese sentimiento angustioso que afecta a muchas personas cuando llegan estas fechas y que tiene diversos motivos: unos temen los fastos y gastos familiares propios de las festividades y de las costumbres foráneas, que intentan aumentar, no sé si con mucho éxito, las multinacionales del regalo; otros se deprimen por el paso del tiempo, pues en estos días es inevitable recordar la infancia, cuando todo era azul, la vida era un juego divertido y la Navidad –de musgo, belenes, Magos y turrones- una fiesta muy larga y esperada; y hay quien reniega de viajes, familia política y conversaciones de sobremesa, que acaban en discusiones desagradables. Pero a la crisis navideña ya estamos acostumbrados y es algo consustancial a las fechas, como los villancicos o el sorteo de la lotería; es mucho peor lo otro, la Navidad de la crisis, aunque mucho nos tememos que el singular empleado sea sólo deseo y esta situación dure varios años. Y es peor porque afecta a muchos millones de españoles, quienes, además de soportar las penurias, propias del paro y la falta de ingresos, han de aguantar la llamada navideña a gastar, consumir y buscar esa felicidad imposible que se nos promete entre luces de neón, lentejuelas, trineos, renos y bellísimas muchachas inexistentes.
Cuando uno escucha que las ventas navideñas van a bajar un dieciocho por ciento, que el empleo temporal navideño se desploma, que el gasto ocioso de fin de año se reduce a la mitad, que los Reyes van a traer menos regalos a los niños y, sobre todo, que un veinte por ciento de los españoles sobreviven con cuatrocientos euros mensuales y que a los comedores y albergues sociales, cáritas, roperos parroquiales y demás asistentes a la pobreza se les amontona el trabajo, no puede dejar de recordar aquellas Navidades de Dickens, en que los pobres eran muy pobres y hambrientos, los ricos muy ricos y avariciosos, los fantasmas muy reales, la nieve muy fría y los niños muy tristes y solitarios. Claro que Dickens, al final, hacía solidario al avaricioso, feliz al triste, saciado al hambriento y daba calor al que tenía frío, como sólo pasa en la ficción novelesca y en los cuentos de peseta. Desgraciadamente es más real el villancico que cantaba mi abuela:
“Madre en la puerta hay un niño
más hermoso que el sol bello,
el pobrecito está en cueros
y dice que tiene frío.
Anda, dile que entre,
se calentará,
porque en este mundo ya no hay caridad,
y el que la tiene no la quiere dar”.
FELICES NAVIDADES A TODOS
“ALONSO CHÁVARRI”