Sabemos que una cosa es predicar y otra dar trigo, por eso los púlpitos políticos están llenos de predicadores, que lanzan sus mensajes partidarios, igual que hacía el padre predicador, cuando componía el sermón de las siete palabras, en tiempos de altares cubiertos de mora y de bares cerrados. Y casi con el mismo tono amenazante o la misma aparente suficiencia, unos lanzan anatemas contra manifestantes, que proclaman el hartazgo por su precaria situación, mientras otros gritan “¡eureka, lo encontré!” y presentan ideas milagrosas, como hacía el profesor Franz de Copenhague en los grandes inventos del TBO. Pero la fe, que mueve montañas, es un bien escaso; y si la fe espiritual es un don que se otorga sólo a algunos, la fe en las palabras de la política ha sido arrasada por la corrupción, la ineficacia o el seguidismo. En los primeros treinta años de esta última democracia española, cuando el ciudadano estaba desencantado de sus gobernantes, volvía la mirada hacia el otro lado –derecha o izquierda, según el momento-, buscando la ilusión perdida, pero los errores y corruptelas reiteradas, en ambos lados, han roto el movimiento pendular y la veleta de la ilusión ya no señala a ningún lugar. No se cree ni en las proclamas de unos, que todo lo fían a salir de la crisis, caigan cuantos caigan por el camino, ni en las súbitas ideas de otros, propias de vulgares repentizantes, que no pusieron en práctica en sus muchos años de gobierno. Se tiene la sensación de que ni unos ni otros nos sacarán de la malísima situación, si ello ha de conllevar un recorte de los privilegios acumulados, durante más de treinta años, por la propia clase política. Se tiene la impresión de que se manejan dos varas de medir, según el sujeto medido, y puede resultar demonizado el que protesta por su situación, e irse de rositas, cuando no ensalzado, quien ha colaborado en el hundimiento económico que nos aflige.
La hora de los púlpitos ha pasado, está “el pecho del amor muy lastimado”, es el momento de bajar a la losa fría, al helado suelo del desconsuelo, donde sólo pueden permanecer los generosos. Es tiempo de escuchar a la montaña. Es el tiempo de las bienaventuranzas. Porque si unos nos han decepcionado, incumpliendo sus promesas electorales e iniciando el recorrido churchilliano de “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”, otros tampoco sacarán la cabalgadura del sendero campeador del “polvo, sudor y hierro”, desgraciadamente. A los ciudadanos se les hará eterno el tiempo de espera hasta las próximas elecciones. A los políticos, me temo que más aún. “Todo lo acaba la malandanza”. No cabe duda, estamos en el tiempo de las bienaventuranzas.
“ALONSO CHÁVARRI”