A veces, tenemos la sensación de estar viviendo en el siglo del engaño, en el que no sólo no se considera delito la mentira, sino que parece que da buen tono, cuando no es directamente alabado, al experto en el engaño. En política, el engaño está admitido, si no en los países centroeuropeos y anglosajones, donde engañar al electorado suele costar la dimisión, sí en los territorios mediterráneos, en los que engañar al votante tiene una componente lúdica, algo así como participar en una actividad deportiva, y donde a nadie se le ocurriría dimitir por haber dicho, pongamos por caso, que iba a bajar los impuestos, que luego ha subido, o que iba a ser austero en los gastos públicos, que después ha despilfarrado. Así que todos damos por sentado que las promesas electorales no se van a cumplir, que vienen a ser como una costumbre, algo así como jugar a la lotería de Navidad, que hace ilusión, pero todos sabemos que no nos va a tocar.
Tendemos a pensar que este vicio del engaño es un mal reciente, propio de este siglo XXI, de cambios acelerados y absorbentes redes cibernéticas que desvirtúan las relaciones sociales, y que esto no pasaba antes, pero ya Quevedo, en su aquel Siglo de Oro, dejó escrito: “Este mundo es un juego de bazas, / que sólo el que roba triunfa y manda.”
Esta casi virtud del engaño alcanza a todos los niveles de la sociedad; así en los juicios, no es raro que haya testigos contradictorios, con evidente intención, al menos por una parte, de engañar e, incluso, está permitido, por las leyes de algunos países, que el acusado mienta. También alcanza a la cultura el tiempo del engaño y, casi todas las semanas, aparece algún libro, que es considerado, por alguien, la novela del siglo o, al menos, de la década. Un amigo escritor me decía, no hace mucho, a propósito de un importante premio literario, que otorga nuestra ciudad: “Presentaría mi novela a este premio, si hubiera alguna probabilidad de que al menos una persona la leyera, pero me temo que eso no va a suceder.”
Sí, es el tiempo del engaño, igual en cosas importantes que en nimiedades, lo mismo se engaña para enriquecerse a costa de los necesitados que por simple costumbre necia. Sólo nos queda el consuelo de que la mentira puede acabar volviéndose en contra de quien la profiere y, como escribió Ruiz de Alarcón:
“Que la boca mentirosa
incurre en tan torpe mengua,
que solamente en su lengua
es la verdad sospechosa.”
“ALONSO CHÁVARRI”