La especie humana siempre ha sido recurrente en sus asuntos domésticos, pero también en sus obsesiones; y una de sus recurrentes obsesiones es el más allá, la otra vida que alientan todas las culturas. Ya los antiguos egipcios enterraban a los faraones con sus más preciadas posesiones, para que pudieran disfrutarlas en esa otra vida, después de la muerte; los griegos y los romanos tenían el Olimpo, donde moraban sus dioses, el barquero Caronte, por una moneda, cruzaba, al otro lado de la laguna Estigia y del río Aqueronte, las almas de los muertos que, si no habían recibido sepultura, habían de vagar cien años por la orilla de la laguna; los viejos pueblos nórdicos disponían del Valhala, aquel paraíso donde las Walkirias ofrecían cerveza a los muertos en combate, que se lavaban las manos con hidromiel, antes de entrar a comer carne de jabalí en el banquete de Odín, padre de los dioses; también a los muertos en la guerra santa del Islam les esperaban cien hermosas huríes en el paraíso, igual que los cruzados, muertos en combate, entraban directamente al reino de los cielos.
Sí, el más allá siempre ha estado presente en la humanidad, aunque, también siempre, han existido avispados que lo han utilizado para sacar beneficio material, para hacer su más acá. Esta dicotomía, entre los creyentes de buena fe y los que utilizan las creencias en beneficio propio, ha existido siempre. Y, si esto ha ocurrido con las ideas espirituales y religiosas, ¿cómo puede extrañarnos que ocurra con las ideas políticas y sociales? No es el momento de rasgarse las vestiduras porque unos gobernantes digan una cosa y hagan la contraria; porque unos sindicalistas cambien el grito tradicional de “a las barricadas” por ese otro, más grosero, de “a las mariscadas”; porque haya quien se apropie del dinero de los parados, quien robe las provisiones de algún comedor social o quien utilice el dinero de los pobres –o de sus pequeños impuestos- para dárselo a los ricos.
Todo esto ha ocurrido siempre, desde el origen de la especie y los tiempos bárbaros de la antigüedad. Lo único que demuestra es que sigue habiendo bárbaros, aunque se pongan corbata y hablen desde los estrados, y que los que no lo son deben tomar medidas para apartarlos, cuanto antes, del lugar desde el que maquinan y perpetran sus barbaridades. Porque ellos, los bárbaros de todos los colores, no se van a ir por voluntad propia hasta que llegue Tanatos con su negra carpa, la vieja dama de la guadaña. Ni van a cambiar.
“ALONSO CHÁVARRI”