El otro día, un viejo amigo, catedrático de Literatura en una centenaria universidad española, me reconocía que corrían malos tiempos para el lenguaje; él se refería, fundamentalmente, al lenguaje literario y, en concreto, a la profundidad literaria de los libros de los nuevos escritores. Mantenía la curiosa tesis de que, cuando desaparezcan las dos o tres generaciones de escritores que ya no cumplirán los cincuenta, el panorama literario español se habrá convertido en un erial. Iba más allá y decía que, en general, leer los libros de los jóvenes escritores era como entrar en Internet y meterse en las redes sociales, que el lenguaje e, incluso, las ideas eran igual de banales e intrascendentes.
Yo no sé si tiene razón del todo; que hay un cambio es evidente, de lo que no estoy tan seguro es de que ese nuevo modelo literario sea desdeñable, aunque no sea un cambio para bien.
Es un hecho incontrovertible que las nuevas generaciones, en general, no leen libros, y no me refiero a ese setenta por ciento que no ha leído nunca, sino al treinta por ciento restante, que antes sí leía y ahora no. Las nuevas generaciones pasan el tiempo, que antes algunos dedicaban a leer libros, en las redes sociales, utilizando ese lenguaje simple, sin gran complejidad y, a veces, críptico, por no decir mutilado, por lo que es natural que, cuando estas personas se ponen a escribir –porque todo el mundo cree que puede ser un escritor de éxito y, seguramente, lleva razón-, utilizan el lenguaje que conocen, en vez de intentar imitar el de los grandes autores, aprendido en los libros. Esto, tal vez, no sea malo del todo, simplemente ocurre que la literatura comienza a ir por otro camino, menos exigente en el esfuerzo del lector, más acorde con los tiempos, en cierto modo, vacíos, que nos ha tocado vivir; y siempre quedarán las obras de los grandes autores del pasado, que nos recordarán que existió otra literatura, profunda y rigurosa.
Lo que sí me perturba es la perversión descarada e incesante del lenguaje, ese tremendo daño, al que nadie parece querer poner freno, y que tanto deteriora la manera de hablar y, sobre todo, de escribir de niños y jóvenes. Por ejemplo: ¿Para cuándo una ley que prohíba, en televisión, poner los mensajes, que envían los telespectadores y son colocados en la parte inferior de la pantalla, sin subsanar las abominables e inexplicables faltas de ortografía? Que un muchacho cometa faltas sintácticas u ortográficas, en un mensaje que manda a sus amigos, está mal, pero que lo haga en un medio de comunicación de masas, público o privado, como es la televisión, es insufrible e insoportable, porque daña la sensibilidad. Y la vista.
“ALONSO CHÁVARRI”