Sabemos que el hombre -la mujer también, pero no lo explicito porque va incluida en “hombre”, como animal racional, y me sigue sonando mal esa costumbre de los políticos de redundar, haciendo distinción de género, cuando la Real Academia lo considera innecesario- es vanidoso por naturaleza, y suele tener una necesidad imperiosa de mostrar lo que tiene, sabe hacer o conoce; la diferencia, entre el inteligente y el que no lo es, radica en que este último lo hace de forma ostentosa, mientras que el otro lo sabe hacer de forma discreta o disimulada. Alguien dijo que una reunión de ancianos premios nobel, o similares, era un estallido de vanidad; quizá tuviera razón, pero yo creo que es precisamente la vejez, con sus servidumbres, la que se lleva por delante la feria entera de las vanidades.
En el mundo literario, una expresión de esa feria de las vanidades, común a la especie, es la feria del libro. Estar, firmando ejemplares, en la feria del Retiro de Madrid, es como tener una especie de certificado de escritor, aunque no sirva para nada. Mi relación con esa feria del Retiro ha sido extraña; el primer año, tras publicar mi primera novela, que había sido premio Villa de Madrid, hube de suspender presencia e ilusión por un problema legal de mi editor, que le impedía mostrar sus libros en público. La segunda vez, tras mi segundo libro, una imprevista enfermedad grave, de un familiar, también evitó mi presencia. Fue a la tercera novela, que es cuando va la vencida, cuando pude cumplir el anhelo de firmar ejemplares en la feria madrileña.
No me quedaron ganas de volver más, pero he de reconocer que la visita tuvo algunas cosas buenas: charlé con algunos agradables escritores, vecinos de caseta, como Lorenzo Silva, y me reencontré con una veintena de antiguos amigos, que fueron los únicos a quienes firmé ejemplares de mi libro; y, sobre todo, conocí a Medardo Fraile.
Medardo, compañero en la caseta de Huerga y Fierro, ya era, para mí, un escritor admirado, pues sus cuentos eran de una rara perfección, aunque no gozase del fervor del público. Él vivía en Escocia, creo que trabajaba en una universidad, tal vez en Glasgow, y su sencillez me desarmó desde el primer saludo. Medardo pertenecía a esa estirpe de escritores que hacían su excelente trabajo sin fijarse en ventas, éxitos o similares. He de reconocer, para mi vergüenza y sorpresa, que yo firmé muchos más ejemplares que él y, al acabar, me dijo: “Vamos a dedicarnos un ejemplar mutuamente, así, al menos, alguien nos leerá”.
Medardo Fraile era un gran escritor y una gran persona. Y no sabía el significado de la palabra vanidad.
“ALONSO CHÁVARRI”