Parece que se han puesto de acuerdo las grandes empresas españolas para tocarme las narices. Sí, ya sé que se las tocan a todos, pero esta semana se han cebado conmigo. Todo comenzó con una carta amenazante de abogados, por una deuda de 12,81 euros con Movistar; la deuda provenía de un cambio de tarjeta a contrato, tras una oferta y el silencio cómplice de que exigía el cambio a contrato -ya habrán comprobado en sus cuentas, que lo del silencio cómplice es frecuente-. La maldad, ya digo, fue sólo el silencio, no querer contar toda la verdad, lo que, para ellos, parece que no es pecado. Al día siguiente sí me mintieron: me llamaron, como les habrán llamado a casi todos ustedes, para sugerirme un cambio de tarifa en mi móvil, y me lo pusieron tan bien, iba a ahorrar tanto, que acepté el cambio a otra tarifa, que era casi lo mismo, pero gratis; luego resultó que gratis eran los panes y los peces, pero la nueva tarifa eran 12 euros. Indignado, intenté volver a la antigua tarifa, como me había dicho el locutor que podía hacer, si no me convencía la actual, y la nueva locutora me dijo: “lo siento, esa tarifa está cerrada”. Engañado; eso sí, el engaño lo tienen en esas grabaciones que hacen “por nuestro bien”.
Como los 12,81 euros, de la primera gracia, no merecían ir a juicio –de eso se valen-, fui a pagarlos al banco de Santander, como indicaba el aviso amenazante, pero no pude, por no ser martes ni jueves. Volví el martes, pero tampoco pude, porque sólo cobran recibos de
“ALONSO CHÁVARRI”