Se extrañan muchas personas de que pueda existir tal grado de fanatismo que lleve a creer ciegamente en que, muriendo en actos terroristas, se entra directamente en el paraíso, y se haga a Dios el gran justificador de toda clase de desmanes, pero la extrañeza no sería tal si se volviese la mirada a la historia de la especie. Ya los vikingos gritaban, al entrar en combate en sus correrías por Europa, «Por Thor y Odín», y creían que su muerte en la lucha, aunque fuese robando, destruyendo o violando, les llevaba directos al Walhalla, su particular paraíso; también griegos y romanos se encomendaban a Ares y Marte, sus precisos dioses de la guerra, al igual que los egipcios disponían de Anta y Mentu, divinidades guerreras. «Santiago y cierra España» era el grito de combate de los españoles en la Reconquista, y el mismísimo Papa de la cristiandad promovió ejércitos para combatir el Islam, en los que los cruzados también estaban convencidos de que la muerte, matando enemigos, les llevaba directos al cielo. Y, sin remontarnos tan atrás, en casi todas las últimas guerras, incluida nuestra Guerra Civil, se gritaban consignas similares: «Por Dios y por la Patria», «Dios está con nosotros», etc, etc.
Esta costumbre inveterada de hacer a Dios promotor o justificador de los mayores desmanes de la especie humana, además de un contrasentido, siempre ha requerido dos condiciones inexcusables: la iniquidad de unos dirigentes, dispuestos a sacrificar a sus pueblos, y el analfabetismo funcional -si queremos llamémosle ‘fe ciega’- de los creyentes.
Conforme la democracia y la cultura se adueñan de los países, va desapareciendo esta idea del Dios vengativo, guerrero y conquistador, mas, por desgracia, persisten el analfabetismo y la fe ciega, alentados, en muchos casos, por dirigentes inicuos; mientras los pueblos vivan en la ignorancia, seguiremos oyendo nombrar, en los dominios del terror, a Dios, a Yahvé o a Alá el Grande.