Agosto siempre ha sido un buen mes para reflexionar, para olvidar los hábitos obligados del resto del año, para dejar de lado la mala uva que la situación económica y la praxis política nos han inducido, para remansar la existencia y recordar la copla “Ved de cuan poco valor / son las cosas tras que andamos / y corremos (…)”.
En los años de vacas gordas, agosto seguía siendo un mes frenético, en el que habíamos cambiado el estrés laboral del resto del año por ese otro frenesí vacacional de viajes a lugares lejanos y turismo embotellado; sustituíamos las prisas o los atascos para ir a trabajar por otros atascos aeroportuarios, aunque, eso sí, siempre quedaba el placer de poder contarlo a los amigos –hay pocas cosas más aburridas que ver fotografías de viajes ajenos- y mentirles sobre lo mucho que disfrutamos en aquel insoportable recorrido.
Cuando las vacas flacas se han comido a las gordas, como en el sueño bíblico de José en Egipto, agosto ha tomado otro cariz y las vacaciones otro matiz, ya que, en buena medida, nos hemos visto obligados a sustituir aquellos viajes a crédito por unas inesperadas vacaciones en la vieja casa del pueblo –eso parece que vienen a decir las últimas estadísticas-, y muchos han comprobado, con sorpresa, que han salido ganando en el cambio. En vez del agobio de aquellas playas repletas de turistas y de las peleas por encontrar un trozo de arena vacío, donde pinchar la sombrilla, o del cansancio de los viajes organizados, con la obligación moral de tener que ver todo lo que el experto guía nos muestra desde el autobús, se han encontrado con los viejos amigos de la infancia, con lugares y recuerdos comunes, con esa patria del hombre que es la niñez, con la olvidada lentitud de la tranquila existencia –como aquella lentitud de los bueyes de los poemas de Llamazares-, con el tiempo para la reflexión y esa otra mirada, perdida por el camino; y para llenar las alforjas de la vida con la música fiel de los atardeceres: esos cantos sincopados de cien pájaros gárrulos, los mil ruidos desconocidos de la anochecida, la corriente rumorosa del río primigenio, voces recuperadas de conversaciones amigas… Esa música que nos permitirá, al acabar agosto, retomar la rutina laboral y, como dicen los versos de San Juan dela Cruz:
“(…) Dejé los trajes de fiesta,
los de trabajo tomaba,
y colgué en los verdes sauces
la música que llevaba,
poniéndola en esperanza (…)”
“ALONSO CHÁVARRI”