Le llamaban Trabuco y era un macho de mulas con trazas de burreño; manso, tranquilo y poco dado a hacerse notar, le gustaba pasar desapercibido. No era un animal de algodón, como aquel Platero de Juan Ramón, ni sus ojos eran de azabache, al contrario, su pelo era basto, costaba marcarle la raya de los ijares y su mirada era como extraviada, sin viveza ni brillo ni otros aparentes signos de inteligencia. Dormía en la cuadra de mi abuelo y comía en el mismo pesebre que otros dos caballos de mayor alzada, por eso raramente era uncido al yugo, para formar pareja de tiro, y sus labores eran individuales, como tirar de la reja para forcatear la viña, llevar dinzuelos al pajar, recoger sacos de salvado del molino y arrastrar el carro de varas o la tartana, para llevar la comida a las piezas más lejanas o para subir a los chiquillos a la romería de San Vitores. Era un animal sumamente discreto, hasta le costaba piafar o relinchar, como si quisiera evitar la molestia de su áspera voz, más parecida al rebuzno que al relincho. Al estallarla Guerra Civil, el ejército nacional requisó a Trabuco, se lo llevó lejos y nunca volvió a recorrer las calles del pueblo ni a pisar tierra riojana.
Mi tío Jesús era un muchacho imprudente, un tanto alocado y de Falange Española –si a los diecisiete años se puede ser falangista o cualquier otra cosa-, y estaba dispuesto a ganar la guerra él sólo, por lo que se fue voluntario, mintiendo sobre su edad, hasta que la sensata intervención de mi abuelo lo devolvió a su casa, pero, el mismo día en que cumplió los dieciocho, se alistó en el ejército de y pasó casi toda la contienda en los frentes de batalla. Estando en Zaragoza, en un cuartel, oyó un seco rebuzno a su espalda –ya tengo dicho que Trabuco era más de roznidos que de relinchos- y vio al animal, que lo había reconocido por la voz, acercándose a saludarlo, para lo que le daba cariñosamente con los belfos. Sus ojos se habían vuelto expresivos y el gesto de su cara, casi siempre adusto, parecía querer dibujar una alegre sonrisa.
Mi tío lo contó la última vez que vino al pueblo, ya muy avanzada la contienda cainita; luego se encontró con una bala perdida en el desmoronado frente catalán, hallándole la muerte, no sé si cara al sol, como decía su himno, o cara a la sombra, pero sus familiares hubieron de pasar una odisea para encontrar su cadáver, en un lugar perdido de Cataluña, y poderlo enterrar, junto a los suyos, en su pueblo riojano, mientras el bando militar, que anunciaba el fin de la guerra, llenaba de alegría a muchos supervivientes. A mi abuela no, que comenzó a recuperarse, del duro golpe de la muerte de su hijo, más de una década después, cuando nació su primer nieto, que fui yo.
De Trabuco jamás se supo nada. Sólo era un macho de mulas con trazas de burreño, que no se parecía a Platero.
“ALONSO CHÁVARRI”