Es relativamente frecuente, en las guerras que ocupan a la humanidad desocupada, que haya muertos por fuego amigo o fuego propio, aunque esto no sea ningún consuelo para el difunto, al que le da igual quien sea el causante de su óbito y preferiría lucir sus galas, de las que hablaba el gran don Ramón de las barbas de chivo, en mejor ocasión. A los difuntos políticos, que son unos muertos muy vivos, pero con mala cara y peor color -ya se sabe que la cesantía suele mudar la color- no les sienta igual su deceso, si los balazos son de su bando o del de enfrente. El fuego cruzado del enemigo viene incluido en el cargo y en el sueldo, pero no en esos sobresueldos porcentuales, que ahora se descubren por doquier y que no son objeto de batalla cruenta, porque entre bomberos no está bien visto pisarse la manguera; sin embargo, el cobarde tiro por la espalda, que siempre suele llegar de la retaguardia propia y de posiciones amigas, deja heridas que tardan mucho en cicatrizar, porque la sangre del mismo grupo conoce mejor el sistema arterial y se encuentra baja de defensas.
Cuando comienza la guerra por sacar la cabeza del pozo -y la corrupción es un pozo en el que hay demasiadas cabezas- y se alcanza el clímax de la batalla, todos parecen oír la frase “sálvese el que pueda”, y cada uno huye con presteza y se dispone a aguantar su vela, aunque a algunos no les hayan dado vela ni en su propio entierro.
Quien ha disparado el fuego amigo, poco interés tenía en salvar al difunto y, sin duda, no había leído a Duque de Rivas, que pone en boca de don Álvaro:
“Con salvarme de la muerte
¡qué gran daño me habéis hecho!”
El enterrador de conmilitones prefiere el refranero, piensa que “antes es Dios que todos los Santos” y que “mi mejor amigo es mi bolsillo”; está de acuerdo con el mesonero de “La fuerza del sino” cuando dice:
“Echa un cuarto al cepillo
de las ánimas, mujer;
y el duro véngame a ver;
échamelo en el bolsillo.”
Y es que si algo parece que no permiten al político, ni amigos ni enemigos, es que quiera parecer más honesto que el resto. Al que pretende destacar, o dejar cierto espacio entre él y el magma pringoso que envuelve casi todo, lo mismo le sacan una foto con narcotraficantes, que le encuentran viajes para ver a una novia, con poca claridad en el pago de los billetes. Sí, parece que hubiera, entre algunos, adicción a la frase: “O jugamos todos en mi equipo o se pincha el balón”. Aunque, afortunadamente, aún quedan jueces que no tienen equipo. Son árbitros.
“ALONSO CHÁVARRI”