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Sergio Pérez

Testigo de cargo

Pobreza y racord democrático

El espectáculo ha desbordado su quicio. Ver a una mujer rubia con acento caribeño gritar eso de “Albert Riveraaaa” ha sido un momento trascendente, como cuando Jeff Daniels atraviesa la pantalla en La rosa púrpura de El Cairo para mezclarse con los espectadores. Imagino al personal en el aeropuerto venezolano, entusiasmado por formar parte de lo que antes solo observaban desde la distancia, comiendo palomitas. O sin comer nada, que para eso ha ido allí Albert, para que puedan comer (libertad y alimentos puede ser una buena inscripción bajo la estatua ecuestre del líder ciudadano en Caracas). La cosa es que la estatua se la podrían levantar en algunos barrios de esta orilla atlántica, incluso en Logroño. Porque “El 7,1% de los hogares riojanos llega a fin de mes con mucha dificultad”,  el índice de pobreza en nuestra Comunidad (privilegiado frente al de España) ronda el 17% y hasta casi un 30% de las unidades familiares no puede irse de vacaciones.

Los datos gritan la gran impostura de nuestra política. Y es que mientras los argumentos se arremolinan, la tragedia sigue reproduciéndose, aunque representada por figurantes, al fondo. Cuando estos datos nos retratan como país, el político pragmático expone una fórmula compleja (una de pizarra, para mentes preclaras) en la que la pobreza solo se erradica si la balanza de pagos, multiplicada por el logaritmo del PIB menos la raíz cuadrada de la inflación entre la prima de riesgo, da positiva (perdonen la chanza los economistas). Sin embargo, cuando estos datos se dejan ver en algún país exótico pero con implicaciones electoralistas, la escena se trae al frente y se les hace a los figurantes un primer plano de rostro apesadumbrado, a lo Pasolini. Entonces la apelación a los derechos humanos salta como un resorte ético, más allá de contextualizaciones y posibilismos.

Lo cierto es que hay espacios diversos de legitimidad política para ocuparse de la pobreza. Desde una tradición liberal, hay margen político para soportar una cierta tasa de pobreza estructural (los americanos –del norte– la asumen), como entropía inevitable sobre la que se deben articular políticas de activación económica que, en el futuro, salven a esos pobres (sin perjuicio de que su lugar lo puedan ocupar otros). Desde una tradición socialista, hay margen político para defender que, por encima de cualquier cálculo presupuestario, debe erradicarse la pobreza con financiación incondicionada y directa (rentas garantizadas como derecho subjetivo, por ejemplo), asumiendo solidariamente el riesgo económico implicado. Lo bochornoso, en cualquier caso, es ser un pragmático tecnócrata en España y un bienintencionado humanista en Venezuela (o al revés).

Hace unos años, tras el aumento de la comunicación cibernética –despiadada y bufa, como una discusión entre niños o una campaña electoral–, un tal Godwin proclamó una ley informal que lleva su nombre: y es que a medida que una conversación online se alarga, aumenta la probabilidad de que se acabe aludiendo a Hitler o a los nazis para ganar la diatriba. Los activistas godwinanos decidieron que, llegado ese momento, cerraban el chat. Creo que no vendría mal acatar otra norma para lo que nos viene: en el momento en el que Venezuela aparezca en el debate político nacional, debería activarse un ruido de bocinas y campanas, tipo tacañonas, para poner fin a la disputa –como en ese juego de mesa de no decir ciertas palabras–; porque entonces el show estará fuera de quicio. Vale que todos quieran mercancías en las tiendas venezolanas, vale que todos quieran libertad y progreso –así, en general– en ese país tan querido y tan cercano y tal y cual, pero intentemos que el espectáculo, por tragicómico que sea, permanezca en los márgenes previsibles de una comunicación racional y que así los personajes no cambien caprichosamente de continuidades narrativas, por eso de mantener el racord democrático.

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