Susanna Griso entrevistaba el otro día a Julio Anguita. Ella llevaba una camiseta verde de tirantes con una referencia postmoderna sin sentido, uno de esos significantes vacíos como “Arizona”, o cualquier otro sitio al que nunca se va. Él contestaba hierático, escoltado a sus espaldas por algunos volúmenes clásicos: exégesis marxistas entreveradas por poesías de Alberti. La entrevista fue la instantánea de un vórtice entre dos épocas: la rutilante periodista hiperactiva –con programa matinal pastiche y vespertino intimista– Vs. el viejo comunista, atado al mástil, que no se deja seducir por platós de neones excesivos.
En esa entrevista desajustada –que fue como ver a un japonés en una plaza de toros– hubo un momento de disenso sublime, que es el disenso entre el análisis científico anguitiano, decimonónico, y el pulular poli-discursivo de nuestros tiempos: la señora Griso (que así la llamaba don Julio), agarrada a una verdad de moda, le decía que las elecciones las había ganado el PP porque así lo habían decidido los españoles, y que en eso no había margen de análisis político. Y don Julio, con esa voz que parece salir directa de los libros que le escoltan, le contestaba que de eso nada, que el votante del PP está sometido a la crítica política, como todo cives de la polis, vaya. Porque los ciudadanos son también políticos e interesados.
Luhmann, un sociólogo con aristas –como un ladrillo– decía que al “Estado del bienestar” deberíamos llamarlo “Estado de las compensaciones entre sujetos”. Porque ya nadie piensa en un “bien común”, sino que, en la heterogeneidad laboral y de estatutos personales, cada ciudadano le pide cosas distintas al Estado. O sea, que en cada voto de cada elector (no digamos ya si pudieran votar todos los administrados, extranjeros incluidos) se encriptan demandas muy diversas. Los politólogos tienen dos opciones: legitimar políticamente todos esos intereses dispersos, como “intereses micro-soberanos”, o juzgar al votante tanto como al partido político. Y entonces cabría argumentar que, determinado resultado electoral, aun legal, es políticamente un desastre.
¿Recuerdan el Brexit? Esa hecatombe de hace un par de semanas a la que nos vamos acostumbrando… Entonces los politólogos se lanzaron por la opción anguitiana y, así, el Brexit, por unanimidad, se destripó en platós, estudios y editoriales como un voto irracional, protagonizado no ya por el incólume individuo anónimo –ciudadano que no debe explicaciones a nadie– sino como el voto del viejo paleto gruñón que hipoteca con su ocurrencia a una juventud alegre con ganas de viajar a París… ¡gerontocracia despótica!
En las elecciones nacionales, sin embargo, los politólogos han replegado sus ambiciones y no critican los intereses personales que dan y quitan mayorías parlamentarias. Porque cada cual es dueño de su voto, y punto. Pero Anguita le pedía a la Griso un poco de mala leche materialista; si recogemos la petición del viejo comunista, podríamos decir, por ejemplo, que el partido más votado recibe el 40% de sus votos de ciudadanos mayores de 65 años, que votan en masa. Así que, estirando la metodología analítica del Brexit, también podríamos decir que España es una suerte de gerontocracia (¿recuerdan ese capítulo de los Simpsons en el que los jubilados ganan las elecciones e imponen prohibiciones a sus menores?). En realidad, los jubilados marcan el sentido de nuestros gobiernos desde hace lustros y, a medida que el país envejece, lo hacen con más contundencia. ¿Podemos, entonces, afirmar que nuestras elecciones devuelven resultados determinados por una franja poblacional muy cohesionada, cuyos intereses legitiman prácticas de gobierno un tanto dudosas? No, no podemos, a no ser que, democráticamente, los mayores de 65 decidan que nos vamos de la Unión Europea.