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Sergio Pérez

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La muerte de un filósofo (materialista)

Cuando le preguntaron por su propia muerte, Bueno respondió que, el día en que muriera, no pasaría nada. Solo era un modo de esquivar los riesgos que el idealismo proyecta sobre la hora fatal, un modo de espantar la tentación espiritualista que cree salvarnos de la degradación material. Porque, en realidad, han pasado cosas. Supongo que Severo Ochoa le diría que, con su muerte, lo único que pasa es que el oxígeno ya no regenerará sus células y blablablá, pero el filósofo materialista se daría la vuelta pensando que es idiota, como ya hizo alguna vez (hay que serlo, en su sentido etimológico, para mantener la tesis de que todo es química).

Con Gustavo Bueno se va una complejidad comunicativa que trasciende todos los obituarios; se va su capacidad para observar el mundo, para conceptuarlo y para ordenar esos conceptos (quedan, eso sí, sus libros y gigas de argumentos en la nube, que es una suerte de trascendencia tecnológica). Esa ha sido la labor del filósofo que, como Platón, como Tomas de Aquino, dedicó su obra a combatir sofismas y ocurrencias, aunque desde la demostración de relaciones materiales y desde la estabilización de un sistema que las recogiese. Y ese no era buen negocio.

En estos tiempos de pensamiento fugaz y tweets, la supervivencia editorial la garantizan recorridos epidérmicos por ideas rutilantes, brochazos y poses. Por eso algunos reducen a Bueno a sentencias excéntricas, insoportables para las democracias homologadas. Pero el filósofo, que probablemente conectaba con el gran público a golpe de disputa (Bueno concedía beligerancia al más chiflado, como debe ser), no dedicó su obra a ello: Los ensayos materialistas, El animal divino, El mito de la cultura o El mito de la izquierda, son rocas conceptuales de una solidez y densidad que le blindan frente al mariposeo postmoderno, que, desprendido de todo sistema estable, habla de todo para no decir nada.

Y es que Bueno decía cosas concretas, porque cumplió a rajatabla la exigencia platónica para entrar en la Academia: “No entre aquí quien no sepa geometría”. Y así fue que el calceatense solo aupaba significados a su sistema filosófico tras leer a Aristóteles, Agustín de Hipona o Spinoza, pero también a los físicos, politólogos o sociólogos más autorizados, que le daban cierta pauta de conocimiento del mundo a través de las diversas disciplinas en las que se condensa su complejidad material. La filosofía no es la madre de todas las ciencias, decía, sino su hija. Solo hay filosofía cuando se saben cosas del mundo, y se proponen nuevas relaciones en el mundo cuando se filosofa con las trascendencias conceptuales de cada disciplina, de cada cierre categorial. Por eso Gustavo Bueno leía y hablaba sobre historia, religión, música, física o, claro, geometría: solo de la crítica de sus tecnicismos podía salir la filosofía.

Y así era que Bueno, tras sus intensos itinerarios bibliográficos, repartía estopa al más pintado, sobre todo a esos nombres institucionalizados sobre los que se construía el mito de turno (mitos que forjaban los fundamentalismos): le arreó a Einstein, a Hawking, a Sartre, a Obama o al Papa Francisco. Porque pensar, decía el filósofo, es pensar en contra; no hay otro modo de decir una palabra interesante.

Gustavo Bueno dedicó gran parte de su actividad intelectual a defender lo impopular; cada época tiene su fundamentalismo ideológico que asfixia alternativas, y en cada época el filósofo abogaba por la complejidad material que auspiciaba escapatorias intelectuales: explicó marxismo a los mineros durante el franquismo, se desgañitó en platós poniendo en su sitio a curanderos sacaperras, fue atacado por maoístas tras defender a la URSS en tiempos neoliberales, exigió la pena de muerte o aun la guerra de Irak frente a humanistas escandalizados… Supongo que, si se ha encontrado con Dios, le estará discutiendo su existencia con buenos argumentos.

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