En 1992, cuando en España exponíamos olímpicamente nuestra joven democracia al mundo, la policía italiana detenía a Mario Chiesa, Director del Pio Albergo Trivulzio, un organismo de los servicios sociales del Ayuntamiento de Milán. L’ingegner Chiesa había aceptado siete millones de liras (unos 3500 euros) a cambio de otorgar el contrato de limpieza del Albergo a una pequeña empresa local. Esta viñeta de las rutinas de un país en ruinas (en todos los sentidos) fue el inicio de algo extraordinario. El proceso judicial conocido como «Mani pulite» resultó ser, sobre todo, la autopsia jurídica de una democracia madura, casi cincuentona, construida a golpe de favores, amenazas y asesinatos. «Tangentopoli» o la ciudad del soborno.
En 2017, cuando en Italia ya llevan 25 años de segunda República –porque el asunto judicial le cambió el nombre al país, como nosotros le cambiamos el nombre al Rey–, la policía española ya ha detenido a muchos «chiesas». Esta misma semana, el detenido ha sido el expresidente madrileño Ignacio González; además, la expresidenta Aguirre ha declarado en el juicio del caso Gürtel y, ojo, la Audiencia ha citado como testigo al Presidente Rajoy. Los italianos añadirían un poco de plomo y mafiosos roncos para montar el guion de una de gángsters. Aquí lo aderezamos con cuatro espías, le llamamos trama y nos sale otro autobús cutre. Cosas. Pero hay cosas que vienen más al caso: yo no sé cuál será la viñeta histórica que ilustre el inicio, pero parece evidente que también España, como Italia hace 25 años, está expiando penalmente sus excesos; aunque ya se sabe que el propósito de enmienda no depende de la penitencia o, por decirlo con laicidad y tecnicismo jurídico, la función retributiva de la pena no puede garantizar la prevención del delito.
Los italianos lo saben bien: en aquellos años de «Tangentopoli» se dictaron más de 1200 sentencias condenatorias. Bettino Craxi, expresidente del Gobierno italiano, fue finalmente condenado por corrupción y financiación ilegal. Para evitar las molestias de la mudanza a prisión, Don Bettino se marchó de vacaciones a Túnez y ya nunca volvió: había sido condenado a diez años de prisión, que podrían haber sido más de veinte si hubiera vuelto de Túnez… ¡al Presidente del Gobierno! ¡Más de veinte años! Sin embargo, mientras la gran purga intentaba limpiarle las manos al país, Berlusconi ganaba las elecciones y, discontinuamente, gobernaría durante ocho años. Sí, la purga trajo a Berlusconi. Como decía Bernardo Schuster cuando no tenía ganas de explicar en las ruedas de prensa lo que todo el mundo sabía: no hace falta decir nada más.
Sería frívolo insinuar que Rajoy es nuestro Craxi (de hecho, tendríamos varios candidatos). Sería frívolo incluso valorar si merece reprobación penal (y si, en su caso, emigraría a Túnez o a Gibraltar, que para entonces estará mucho más lejos), pero del proceso penal se derivan una serie de indicios de responsabilidad política evidentes: los testigos quedan al margen de toda sospecha, pero sabemos por la figura procesal que el Presidente algo pudo ver, oír o palpar, y eso tiene muchas implicaciones políticas. Tampoco sé si Esperanza Aguirre (o los presidentes de la Junta de Andalucía y de la Generalitat), a la luz del artículo 28 del Código penal, debe ser considerada autora de algún delito que pudieran haber cometido materialmente consejeros a su cargo, pero parece evidente que del proceso penal se desprenden algunas fragilidades en el diseño de su arquitectura organizativa, y eso tiene muchas implicaciones políticas. Y es que no ser responsable penal no significa dejar de serlo en otros ámbitos; políticos o aun personales, ámbitos en los que uno no puede ir por la vida esgrimiendo la ausencia de sentencia firme para salir airoso.
El derecho penal no puede funcionar como sistema de control político y la prevención del delito no puede depender de la retribución penal. Atajar la corrupción con la cárcel sirve para purgar un país cada cuatro o cinco décadas –cuando le maduran los adolescentes y se hacen jueces, altos funcionarios o periodistas con el renglón ético incólume–; pero esto no deja de ser un placer televisado, como animarse con una película en época de angustias; y es que el derecho penal no tiene –y no debe tener– la capacidad de ordenar las rutinas políticas y económicas de un país. Para que estas rutinas se ajusten a un determinado patrón de sostenibilidad, deben aplicarse medidas muy diferentes: medidas de corte administrativo que marquen la pauta interna de los partidos políticos y que los desestructuren como cajas negras en las que se prefigura la gestión de lo público.
Al rebufo de la purga penal, surgieron en Italia diversas iniciativas políticas que intentaron cambiar el país conforme a sus respectivas ideologías, en ocasiones radicales: la Rete, Forza Italia, la Lega Nord, Alleanza Nazionale, L’Italia dei Valori… además de las recombinaciones factoriales de comunistas y socialistas, que fueron de la eterna Rifondazione a un Olivo muy verde… En España también tenemos lo nuestro, pero, al margen de revoluciones cromáticas, lo que debe quedar es una protocolización jurídica eficaz que le marque mínimos de solvencia democrática al juego político. Porque las purgas penales solo sirven, políticamente, para renovar la corrupción, para cambiarle las caras a las películas de gángsters o a los autobuses… Y ya se sabe que siempre hay un Cavaliere esperando su momento.