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Sergio Pérez

Testigo de cargo

Manos impías

Podíamos sospechar de qué pie cojeaban las manos limpias, pero lo relevante en todo este asunto tiene más que ver con el Derecho penal –con los modos y sentidos que le pretendemos– que con un grupo de supuestos extorsionadores inmaculados. Porque este tipo de noticias destapan, sobre todo, que aquella diferencia irrebatible entre Derecho Público y Privado que se enseña en las facultades, es hoy apenas una inercia teórica que la práctica diluye en una realidad jurídica tan líquida como funcional. Cuentan en la Facultad que el Derecho privado es aquel que dispone posibilidades de relación entre sujetos particulares; y dice la leyenda que el Derecho Público es ese otro en el que el Estado, la Sociedad –o la idea en la que queramos sintetizar nuestra colectividad– impone normatividades por encima de intereses localizados de sujetos concretos.

La plasmación real de esta preformación académica está hoy en cuarentena, porque ahora resulta que el Derecho penal ya no es un Derecho tan público como se proyectase. Es cierto que, por norma general, para que se ponga en marcha la maquinaria punitiva basta con que el Estado, a través de sus funcionarios, note la posible conducta delictiva (independientemente de las querencias particulares, el asunto es de todos; es asunto público: un asesinato, un robo, un secuestro…). Sin embargo, sucede en los últimos tiempos que una línea expansiva del Derecho penal se ocupa de delitos un tanto difusos, en los que el daño a la sociedad no se concreta en víctimas individuales (alterar los precios, defraudar al fisco, prevaricar…). Se trata de delitos que nos afectan directamente y por igual a todos, sin notarse un perjuicio específico en el cuerpo de nadie (o, si acaso, en el cuerpo difuso de un colectivo). Es en este nuevo contexto en el que Policía y Fiscalía deben seleccionar los contextos de riesgo, los escenarios sospechosos, en tanto que la pista no la da el grito de socorro de un individuo. Y así las querellas adquieren una relevancia inusitada, porque ya no es el agraviado directo o el testigo quien denuncia, sino que los casos se construyen desde fuera, a la americana, y se participa en ellos a través de la incierta figura de la acusación popular, que es una puerta procesal abierta al interés tangencial de extraños.

No se trata aquí de valorar la pertinencia de las querellas de Manos Limpias, sino de calibrar el sentido de un Derecho penal que se aplica según el empeño de sujetos privados, sujetos que no tienen más interés en el asunto que cualquier otro ciudadano. La cuestión que se deriva de estos casos pasa por dilucidar si pretendemos un Derecho penal que apueste su dinamismo a un cuerpo de funcionarios imparcial e informado –capaz de fiscalizar los daños colectivos– o si, por el contrario, pretendemos un Derecho penal hipotecado a la iniciativa privada, un Derecho penal a disposición de manos impías, que redefinen la Justicia en función de lo que les pagan por retirar la querella. Un negocio como cualquier otro.

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