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Sergio Pérez

Testigo de cargo

Superproducciones penales

El derecho penal vuelve a marcarle el tempo a las rutinas informativas, como un metrónomo sordo que suena insoportable en la cabeza de algunos periodistas y políticos. Y es que ponerse ante un micrófono para valorar la sentencia de Urdangarín o la posición de la Fiscalía en relación con un señor de Murcia (o de La Rioja) es ya casi un acto reflejo mediático. No sería mala cosa si las ondas y los diarios se llenasen de sesudos alegatos técnico-jurídicos; pero suele suceder que las claves de valoración resbalan por pendientes morales o aun estéticas. Visto y oído: qué pensarán de nosotros en, no sé, Dinamarca, cuando vean que hemos dejado libre a la Infanta por esa sangre azul suya;  o mal debe de estar España cuando el cuñadísimo aún no ha pisado la cárcel; o qué pasaría conmigo si fuera yo el acusado…

Y es que el derecho penal es un producto demasiado valioso como para dejárselo a los juristas. En el derecho penal, en el castigo al antihéroe, parecen enjuagarse nuestras miserias y rabias; como pasa cuando nos sumergimos en una película y nos emocionamos -como se emocionan los protagonistas- para luego sonreír de satisfacción en los créditos. El espectáculo de héroes y villanos llevan al derecho penal a la tele, y da buenas audiencias y le deja moralejas al personal, como el cine. Así es que algunas sentencias penales intentan condicionarse, como se condiciona una superproducción, para que el espectador pueda colmar sus anhelos en la historia: imaginemos a un fiscal o a un juez subsumiendo hechos en previsiones legales, determinando penas… imaginémosles en sus despachos, luego yéndose a descansar, con los expedientes en la mesilla de noche… imaginémosles conectando la radio, el televisor… Unas voces de ultratumba –o quizás las de Susana Griso y Ana Rosa Quintana– les advierten, susurrantes, de las necesidades de la gente, de lo que el Pueblo espera que suceda en el juicio. Los jueces y los fiscales se quedan traspuestos, pero el Ministro de Justicia se les aparece en sueños diciendo que la prisión provisional no, que cuidado que te quito y pongo a otro, y entonces el portavoz de la oposición –sea quien sea– exige una condena ejemplar. Y el juez, o el fiscal, se despierta repentinamente empapado en sudor, con el expediente desparramado sobre la cama.

El derecho penal, como el cine, se nos mete en el inconsciente y nos comunica subrepticiamente cómo le va a nuestro mundo. Es el relato de nosotros mismos a través de nuestras infamias. Por eso hay mucha gente interesada en que las sentencias reflejen su imagen del mundo. Eso es lo que hacen con las películas el productor o, en su caso, el censor que, conscientes del poder performativo del cine, les susurran a gritos a los realizadores el margen de maniobra con el que cuentan para contar. Y si se salen de quicio, se les enquicia: Cuando Hawks finalizó el rodaje de Scarface, la Universal le dijo que ni hablar, que con esa estampa del sindicato del crimen en las pantallas, el personal se iba a meter a mafioso, así que le incrustaron unos créditos iniciales en los que se anunciaba que la película era una denuncia contra el gangsterismo. En The Big Sleep, algunos años después, le mataron al malo en una escena final injertada, no fuera a ser que a los espectadores les diera por hacerse villanos. En versión castiza –que durante mucho tiempo fue una versión franquista– el censor le decía al director de turno lo que sí y lo que no, por aquello de que el espectador sintiera lo debido ante la pantalla. El padre Garau le decía a Berlanga que en Los jueves milagro no podía decirse esto y aquello. Berlanga, con ese gracejo levantino que hace de la necesidad virtud, contaba que había que poner al cura en los títulos de crédito, que se lo había ganado, vaya. Y el padre Garau, para legitimar los cambios que exigía, dejaba caer que sí, que él era cura, pero un cura muy moderno, sensible a las gentes y a sus ansias de visionado. Mira si soy moderno, dicen que decía, que soy el primer cura en España que lleva reloj de pulsera.

Susana Griso y Ana Rosa, el Ministro y el líder de la oposición –sea quien sea–, llevan reloj de pulsera y son muy sensibles a lo que la gente quiere, así que tal vez los magistrados de turno deban plantearse, como Berlanga, anotar sus comentarios a modo de votos particulares en la sentencia. Otra alternativa es mandarles al cine de vez en cuando, para que critiquen a gusto esos otros relatos del mundo que nos toca y para que, así, el derecho penal sea sobre todo derecho, que no es poco.

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