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Sergio Pérez

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El baile de la censura

Dicen los antropólogos que una de las actividades más características del ser humano es la de ritualizar comportamientos que, a primera vista, parecen no servir para nada. Lavarse las manos antes de comer, ir a misa o bailar. Al fin y al cabo, los caminos de la razón –o sea, de cómo racionamos el deseo para que el futuro sea mejor– son inescrutables.

Nuestras normas sociales y jurídicas están plagadas de rituales y protocolos que, a ojos de muchos, resultan totalmente disfuncionales: desde procedimientos administrativos que nos permiten conocer a varios funcionarios en una mañana, a una moción de censura planteada como derrota. ¿Para qué?, se pregunta el personal. Para lo mismo que bailar, podríamos responder. Porque más allá de la razón jurídica (la de remover al Presidente), hay funciones veladas en una moción de censura, como las hay en un baile.

La danza social es un fenómeno sin origen, una práctica instintiva que solo el racionalismo sobrevenido supo desentrañar como un modo de comunicación, como una fórmula de cortejo, como un ejercicio liberador de endorfinas… y hasta ahora. En la política se reproducen estas lógicas de lo humano, y, así, liturgias que parecen no servir de nada puntean el futuro. Esto lo saben muy bien los filósofos y politólogos que le marcan el paso a Podemos: Mouffe, Laclau o, más acá, en versión castiza, Verstrynge o Fernández Liria, hablan en sus obras de una etapa política en la que el único modo de conformar tendencias electorales pasa por generar emocionalmente un sentido de pertenencia. Y es que nuestras rutinas vitales se han convertido en búsquedas tragicómicas de eficacia, tanto en el trabajo como en casa, así que eso de la cosa pública solo nos interesa en la medida en que nos erizan la piel, porque ya no tenemos cuerpo para más cálculo racional. O sea, la evocación, la poesía, el baile como estrategia de cortejo electoral…

Y esta semana han bailado en el Congreso. No ha habido una sola frase que no se hubiera dicho o insinuado en decenas de ocasiones. Pero bailadas al son de una previsión constitucional, enmarcadas en el aura de las maderas nobles, son otra cosa. La moción de censura ha sido un baile que ha servido para más de lo que parece, porque se quedan rondando estribillos que tintinearán, como ese ritmo insufrible que siempre regresa a la cabeza: hemos oído cientos de veces hablar a Irene Montero como quien oye llover, pero vista y oída ahí arriba, donde hablaba Clara Campoamor, citando a Clara Campoamor, veíamos a Clara Campoamor; la Presidenta del Congreso reclamaba la presencia de Iglesias en tanto que “candidato a Presidente”… ahí queda, Presidente-ente-ente; y Rajoy, cuyas dotes para ganar duelos sin moverse son ya legendarias, suma una muesca más al sortear una moción de censura asegurando que cuanto mejor, peor, o al revés, para mí, el suyo, beneficio político (aplausos). Un baile retransmitido en directo, recuperado en telediarios, comentado en prensa, caracterizado en redes sociales… El baile de la censura.

VAN HELSING, Richard Roxburgh, Kate Beckinsale, 2004 (c) Universal

VAN HELSING, Richard Roxburgh, Kate Beckinsale, 2004 (c) Universal

Podemos se gestó en esta clave, haciendo bailables las pretensiones de la izquierda que, antes de ser licuadas por la postmodernidad, eran un modo racional de lucha obrera. El PP ocupa con cierta desenvoltura su polo y esgrime lemas sentimentales con naturalidad, lemas aparentemente macizos que van de la nación al orden de corbata y tentetieso. Rajoy e Iglesias se han marcado el baile de la censura con los pasos marcados y, si hubieran colocado un espejo gigante frente al hemiciclo, les habría pasado lo que a los protagonistas de la película de Polanski: solo ellos se reflejaban entre tanta señoría, porque a Pedro Sánchez, esta semana, le ha tocado ser un vampiro secundario. Ya veremos si durante el fin de semana va cogiendo  ritmo. Y, sobre todo, qué ritmo.

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