El presidente Rajoy dijo el otro día que no entiende las entendederas de los que pretenden acabar con el turismo (sic). Que si disparate por aquí y sinsentido por allá… Y es que estos días en los que unos individuos se dedican a pintar yates, poner pegatinas en coches no gratos o pinchar ruedas de bicicletas para guiris, el Estado, en boca de Rajoy, se ha puesto firme y ha reprobado las afrentas al interés de la nación. El Soberano (es una licencia politológica) ha denunciado con rotundidad la violencia y las conductas delictivas. Porque el Soberano, cuando la cosa se complica, lo piensa todo en clave penal, que es la forma más elemental y rotunda de pensamiento jurídico. Hay dos tipos de personas: los delincuentes y los demás, y estos interfectos han delinquido, supongo. Punto, supongo. El asunto penal, me temo, no tiene más alcance.
Hay vida, sin embargo, más allá del derecho penal; lo que sucede es que esa vida es compleja, tan compleja como para que el Soberano se tenga que quitar el disfraz de Leviatán (ya saben, el monstruo bíblico sobre el que Hobbes hizo un remake) y, en lugar de pedir orden a bastonazos, se ponga a administrar con más entendederas, que diría el jefe del Ejecutivo.
Porque esto del turismo lo mueven una serie de inercias e intereses que, por enmarañados, son invisibles a ojos del legislador penal. Y es que tal vez el tipo de turismo que tenemos en España tenga que ver con las sucesivas leyes sobre el suelo que, del viejo régimen a los años noventa, cementó las costas patrias. Es posible también que el mercado laboral español –desde aquellos años sesenta, huérfanos de sindicatos horizontales, hasta la última reforma laboral– sea propicio para generar trabajo flexible estacional, tan preciado en el sector del servicio. Y, claro, las políticas municipales, aupadas a la estrategia de la ciudad como producto, sacan lustre al casco histórico consumible, levantan museos icónicos que nunca visitan los vecinos y dejan los barrios un poco peor, para que el centro luzca más. Y así es que cuando el holandés de turno introduce sus parámetros de optimización vacacional en su app preferida, elige España. Y así es que el vecino de toda la vida nota que el café, la compra, la caña y el alquiler alcanzan precios que solo están al alcance de un holandés en su semana de vacaciones. Pero como nuestro paisano no tiene un salario holandés ni está en su semana de vacaciones, tiene que irse, errante, al extrarradio, en busca del café, la caña, la compra y el alquiler a precio de paisano. Eso sí, lo hace en beneficio de la nación, supongo.
Estas inercias e intereses no tienen nada que ver con el derecho penal (o sí, pero con implicados rutilantes y esquivos). Sin embargo, el Leviatán se amarra a su bastón punitivo para que toda esta historia revirada de causalidades se reduzca a una banda de delincuentes en los que reverbera la kale borroka. En realidad, los activistas turismófobos tienen la batalla perdida, porque el turismo todo lo empaqueta para venderlo: apenas unos meses después de que eclosionaran las primaveras árabes, una agencia de viajes promocionaba los viajes a Egipto relatando la emoción de poder pisar la plaza Tahrir, “donde se inició una Revolución”… El otro día, cuando pararon un tren turístico en San Sebastián, los turistas fotografiaban a sus antagonistas… la duda es si lo hacían para denunciar o como recuerdo de su experiencia…
Rajoy decía que resulta inaudito tener que defender el turismo a estas alturas y las columnas de opinión se llenan de turismófilos, porque nuestro bienestar como ciudadanos pasa, necesariamente, por alquilar nuestro sol. Tal vez es que no quieren saber que podría no ser así, que hay palancas jurídicas para tratar el turismo de otro modo, para modular su intensidad, su sentido, y atender intereses que no les interesan. Y es que, quizá, el Leviatán deba dejar a un lado el derecho penal para, de un modo más refinado y aburrido, interferir en este devenir “natural” del mercado turístico. Natural como nuestro sol y las leyes que lo gestionan, claro.